En la cima del Alto Rey
Uno, con sus correrías mil de pueblo en pueblo colgando sobre su espalda, de comarca en comarca por el complicado puzle de la provincia, tuvo ocasión de tomar en infinidad de ocasiones la cumbre del Alto Rey como referencia.
Lugares míticos o sagrados, no lo sé, pero existe toda una convicción que suele atribuir a los puntos más elevados de cada comarca ciertas afinidades rayanas con lo sagrado. Tradicionalmente, a este en donde ahora estoy se le ha considerado desde la antigüedad como montaña sagrada. Su nombre por sí mismo, Santo Alto Rey de la Majestad, definidor y sonoro, y la severa ermita situada sobre el último crestón rocoso de su cima, son en todo caso datos que intentan perpetuar esa creencia.
Uno, con sus correrías mil de pueblo en pueblo colgando sobre su espalda, de comarca en comarca por el complicado puzle de la provincia, tuvo ocasión de tomar en infinidad de ocasiones la cumbre del Alto Rey como referencia. Es desde aquí desde donde uno hace cábalas, sentado sobre una peña, acerca de la identidad de éste paraje o de aquel otro que surge en la lejanía, de la mancha gris que aparece en lontananza por el saliente, de la sinuosidades difuminadas al otro lado de los valles a decenas de kilómetros de distancia, de la imagen sin par que ofrecen las paridera plomizas y cárdenas más próximas a donde yo estoy, del delicado azul del cielo del macizo o del brillo característico de los roquedales al chocar en oblicuo con sus peladas aristas los rayos del sol poniente.
Desde los 1.800 metros de altura que viene a estar la ermita, el espejo de la tarde refleja por el poniente las pardas elevaciones de Cantalojas, de Galve, las crestas oscuras de Somosierra todavía más lejos, y entre el pinar y los blancales calizos, el campo de los Condemios y de Campisábalos con otro mito de la orografía serrana: el Pico de Grado. Al norte y al saliente el rosario de menudos pueblecitos que conforman, cada uno en su lugar preciso, la Serranía de Atienza: Albendiego en su Vallejo de álamos; Somolinos, sobre la limpia vaguada, donde nace el Bornova rodeado de alturas imponentes; Ujados, la aldehuela de huertanos y pastores aún más allá; Miedes, la señorial, disuelta como una mancha de fino ocre al pie de las parameras; y Atienza más allá, con su histórico castillo roquero de eterno bogar por salvaguarda , documento fiel, fidelísimo, de la eternidad de Castilla. Y al mediodía el gozo indefinible de los Pueblos Negros, que asientan al pie de montaña, con sus coberturas rodenas o de un oscuro mate como las propias piedras.