Iluso optimista


Cuando me había convencido por fin de que este mundo no tenía ningún remedio, me descubro otra mañana más obligado,condenado, a volver a confiar, ciega e irremediablemente, en la humanidad.

Para sobrevivir, hoy en día, conviene cruzar el umbral de la puerta de casa con lo más básico aprendido: el mundo es cruel, una fuente inagotable de desilusión y amargura, un mecanismo constante de desesperanza y tedio. En sus días buenos, quiero decir. En los malos, los más frecuentes, la experiencia (una maestra tan paciente como rigurosa) nos enseña que el mundo nos entrega su versión más áspera: dolor, miseria, sobre todo sufrimiento. Un caos devastador que las personas hemos moldeado, a lo largo del tiempo, no con la razón (por mucho que lo pretendamos; eso sería una ficción demasiado generosa), sino con sus antítesis más primitivas, frágiles y peligrosas: la emoción, las creencias, el miedo.

Pero cada mañana la luz se cuela por las rendijas de la persiana, el niño cesa sus ronquidos leves y se despierta. Abre los ojos, se los frota, parpadea y esconde su cabeza debajo de la almohada, buscando refugio para los últimos jirones de su vigilia. Entonces, me mira, sonríe traviesamente, un relámpago de alegría, y vuelve a ocultarse entre las sábanas. Pongo música y el niño, medio dormido, todavía desperezándose, asoma por segunda vez, se estira y se sienta, canturreando el estribillo de Sweet Caroline. Me acerco, le hago cosquillas y huye, corriendo por encima de la cama revuelta, dando volteretas, bailando y saltando, ajeno a la imposición de la gravedad.

Después, se agarra a mi cuello y lo sostengo en brazos. Cuando está en el aire, siento la carga absoluta de su afecto y el peso ligero de su cuerpo, enroscado en mi tronco, rodeándome, todo brazos y piernas delgadas y larguísimas anudadas a mi cuello y a mi cintura. Su cara se pega a la mía. Sus labios, suaves, rozan mi mejilla cuando me susurra que me quiere, con esa voz límpida y dulce con la que habla y juega con todos los niños del parque (los que conoce y los que no) y, sin darse cuenta todavía, teje un instante de felicidad compartida, una ilusión de vida amable.  

Pienso a menudo en eso, en lo poco que se necesita para hacer feliz al niño: chapotear en el agua, correr por el patio con una risa que se propaga como el fuego en la hierba seca, mancharse las manos de barro al ayudar a los abuelos a regar las macetas. Admirar el picoteo de un mirlo en el rocío matinal o el vuelo de un gorrión que se abalanza sobre nuestras cabezas. Conmoverse por su llanto espontáneo cuando sus primos fingen tristeza, con la pureza de su sensibilidad, que todavía no comprende el significado de las bromas, que de verdad se pueda impostar el dolor. Maravillarse con su curiosidad cuando, ya de noche, se acurruca en mi regazo y señalamos a la luna y al mapa infinito de las estrellas del universo.   

No puedo evitarlo: desconfío del presente, por supuesto, y más aún del futuro. Las personas hemos demostrado sobradamente, una y otra vez, nuestra ilimitada habilidad para hacer las cosas mal, para arruinar lo que nos podría haber salvado. Nuestra época no es una excepción, al contrario: los adultos, como marca esta extraña tradición desde que los seres humanos caminamos erguidos, estamos legando a nuestros hijos un mundo que da asco, un mundo que quizá ni siquiera se sostenga el tiempo suficiente para que ellos lo disfruten.  

Recordad lo que escribió Céline: «Confiar en los hombres es dejarse matar un poco». A cierta edad, cuando los años que cumples cada vez pesan más por el acopio de desengaños, sus palabras dejan de ser una provocación y encajan con precisión. Tiene toda la lógica sentirse así, rendirse ante la inercia, morirse poco a poco de escepticismo. Es lo más sencillo, lo más cómodo, la posición fetal: el cinismo se instala en tu columna como si fuera una vértebra, y parece natural renunciar a la belleza, despreciar la inocencia, dar por extinguidas la bondad y la empatía, negar que todavía sigues soñando despierto cuando apagas la luz por la noche y tu cuerpo cansado busca abrigo entre las sábanas.  

Pero el niño se acaba de despertar de nuevo y ha abierto los ojos, sonriendo y escondiendo su rostro bajo la almohada. Y, aunque sólo sea por él, por su futuro, por la incauta fragilidad de lo que podría llegar a ser, yo, iluso optimista, cuando me había convencido por fin de que este mundo no tenía ningún remedio, me descubro otra mañana más obligado, condenado, a volver a confiar, ciega e irremediablemente, en la humanidad.