La indisciplina de quien tanto disciplinó


La reciente decisión del exministro y exsecretario de organización federal del PSOE, José Luis Ábalos, de negarse a abandonar su acta de diputado y trasladarse al grupo Mixto, desoyendo las directrices de nuestro propio partido, aparte de servir de más combustible a la incansable hoguera que desde la derecha atiza contra el Gobierno de España, suscita un vivo debate sobre la disciplina y la lealtad que los cargos públicos debemos a las organizaciones políticas a las que representamos. Este desafío plantea interrogantes fundamentales sobre la responsabilidad individual y la colectiva y el impacto de tales acciones en la percepción pública de nosotros, los políticos, especialmente los socialistas.

La disciplina de partido, una piedra angular en el funcionamiento de las democracias representativas asegura que los partidos podamos presentar un frente unido y coherente ante los electores y a lo largo y ancho de toda la legislatura. Facilita la implementación de programas políticos y garantiza que los miembros de un partido trabajemos hacia objetivos comunes, poniendo los intereses colectivos por encima de los individuales. Sin embargo, el caso de Ábalos pone de relieve la tensión inherente entre la lealtad al partido y la libertad de conciencia de los representantes elegidos.

Por un lado, la acción de Ábalos podría interpretarse como un acto de rebeldía, un desafío a la autoridad del partido que lo propulsó hasta su posición actual. Tal desobediencia socava la unidad de un PSOE necesitado, cada vez más, de estabilidad interna y puede llevar a una erosión de la disciplina, animando a otros cargos a seguir un camino similar. La percepción de fractura interna o de falta de control puede ser perjudicial para la imagen del partido, afectando a la cohesión y la capacidad para actuar de manera efectiva en cualquiera de las instituciones en las que tenemos representación.

Por otro lado, este episodio invita a reflexionar sobre el margen de autonomía personal que se debe conceder a los cargos públicos dentro de una estructura partidista. La libertad de expresión y la diversidad de opiniones son esenciales en cualquier democracia sana, y la rigidez excesiva podría sofocar el debate interno y la innovación política. La cuestión es encontrar un equilibrio entre el respeto a la línea partidista y la capacidad para representar fielmente a los electores, incluso cuando esto implique disentir de las directrices del partido. Y sí, vuelvo con esto, vuelvo con esa crítica incesante a quien discrepa, a quien tiene opiniones diferentes y a quien sostiene esa representación con tanta fuerza como las mayorías absolutas que consigue (léase Emiliano García-Page).

El episodio de Ábalos también plantea preguntas sobre la responsabilidad de los representantes elegidos ante quienes nos votan. Los cargos públicos debemos recordar que nuestro mandato proviene de los ciudadanos, y nuestra principal lealtad debe ser hacia ellos, más allá de las obligaciones partidistas. Sin embargo, este compromiso con el electorado, que para mí es trascendental e imprescindible, no debe ser nunca una excusa para acciones unilaterales que comprometan la efectividad y la unidad del grupo político al que pertenecemos.

Y que conste que no estoy poniendo en duda ni en cuestión la implicación o no de Ábalos en el asunto en el que se ha visto implicado su asesor, el ya conocido “Koldo”. Estoy diciendo que alguien que ha sido constructor de la maquinaria interna del partido, su secretario federal de organización está desoyendo a la organización que él ayudó a construir, con sus defectos y con sus virtudes, pero es fiel reflejo de su trabajo. La indisciplina de quien tanto disciplinó.

Ábalos debería haber dimitido sin que se lo pidiera el partido. Sí, lo pienso. Quizá también mi partido debiera haber utilizado otros interlocutores u otro procedimiento en el necesario diálogo que debe tenerse en un caso como este. Porque otra acción diferente a la dimisión ha provocado lo que hoy en día, y durante mucho tiempo me temo seguirá provocando, que no es otra cosa que el ataque indiscriminado contra la cabeza de un partido que pronto cumplirá 150 años. Y, además, porque hay vida después de la política. Quien no asuma esta “máxima” nunca jamás debería de haber aceptado un puesto de representación política, en ningún partido.