La Nicolasa

07/12/2018 - 17:56 Emilio Fernández Galiano

Los hombres y mujeres de aquélla época configuraron la mejor clase política española que se recuerda.

Por ese nombre hoy sólo se conoce a un famoso mesón de Madrid de origen vasco. Pero, aunque muchos lo ignoren, tal apelativo estaba reservado para nuestra actual Constitución, por haberse aprobado mediante referéndum el día de San Nicolás. Pero no cuajó, a diferencia con la de Cádiz y su emblemática La Pepa. 

Meses antes al 6 de diciembre de 1978, unos cuantos líderes políticos de casi todo el arco parlamentario, celebraban en un restaurante cerca del Congreso de los Diputados, Casa Gades –fundado por el popular bailaor-, lo que en un principio pensaban iba a ser la definitiva Carta Magna. Alguno de los comensales apuntó que podría pasar a la posteridad como la de Gades, en memoria a la de los liberales de 1812. Tampoco cuajó porque esa redacción no llegó a ser definitiva, ya que un ministro andaluz de apellido especiado decidió incluir el “café para todos” en su Título VIII.

Con sus muchas virtudes y algunas imperfecciones, nuestra actual Constitución ha enmarcado el período de libertades más próspero de nuestra Historia moderna; eso es inapelable, incuestionable. De ahí que, junto a la de Cánovas -la de 1876 con sus tres periodos-, sea la más longeva. La de 1978 es el impecable remache jurídico de una Transición ejemplar. Los hombres y mujeres de aquélla época, configuraron la mejor clase política española que se recuerda. Al margen de la variada e ilustre formación de los protagonistas –prestigiosos abogados, notarios, catedráticos, ingenieros, economistas e incluso artistas-  el esfuerzo que todos hicieron por construir en lugar de destruir, ceder en lugar de exigir y entender en lugar de imponer, resulta hoy admirable y hasta, lamentablemente, insólito. 

Esa clase política fue consciente de que jugaba un papel determinante en el transcurso de nuestra Nación. Que iba a suponer un antes y un después y el comienzo de una nueva época. De ahí que luciera una altura de miras y una responsabilidad compartida y solidaria. Ya ha pasado el tiempo suficiente para tener perspectiva histórica y contrastar que, en general, lo hicieron bien, con nota alta. 

 Nuestra leyenda negra tiende a justificar en muchas ocasiones lo injustificable. Incomprensiblemente, algunos hoy ponen en tela de juicio su validez o utilidad. Son los que precisamente al amparo de nuestra Constitución más y mejor han podido ejercer sus derechos y sus reivindicaciones. Para regocijo de los buenos nacionalistas, jamás España ha sido tan descentralizada. Para orgullo de los más radicales, nunca España ha desplegado tan generoso régimen de libertades. 

Lo que va más allá de nuestra Constitución –por cierto, reformable pero con su prudente formalismo- es otra partida. Es otro juego, es otra España y es otro sistema. Es eliminar lo mejor de nosotros mismos. Mientras que nuestros constituyentes generaron la Ley desde la ley, hoy, algunos quieren liquidarla sin pudor ni rigor. Las comparaciones hablan pos sí mismas. 

 Por cierto, el restaurante La Nicolasa, cerró. Que nuestros hijos y nietos impidan que cierre la otra Nicolasa.