La picota
La picota era el tótem de la tribu al que mejor no mira, no fueran a condenarte por verla de reojo.
Neil Armstrong hubiera divisado la picota de Fuentenovilla cuando bajó del Eagle, el regreso a la Tierra se habría retardado un mes, tratando de buscar otros postes de mucho arte en el satélite top al que han cantado todos los poetas y aullado todos los lobos de este planeta que lo sujeta como un globo de fiesta. La picota de Fuentenovilla es una ectopia florentina frente a una iglesia de en medio de la Alcarria, donde se despachaba justicia y se dictaba condena. Y se colgaban cabezas que antes ni siquiera habían delinquido, solo que en las tabernas habían mostrado tics de perro.
Ante la picota se santiguaban las viejas y los sietemachos añoraban tiempos en los que colgaban hasta cuatro cabezas, una de cada esquina, chorreando sangre que atrapaban en el aire las moscas verdes, sin darle tiempo a formar una estalactita de cuajarón. La picota era el tótem de la tribu al que mejor no mirar, no fueran a condenarte por verlo de reojo. Tan sólo el vecino de atrás, párroco de la villa, se atrevía a cruzar la plaza pero a la carrera y sin levantar la barbilla, mucho menos imaginando lanzarle un hisopazo no fuera a convertirse el agua en metralla de rebufo.
Justicia exprés, los tres pares de cojones de los comuneros colgaron en la picota de Villalar al día siguiente de echarles el guante en el Puente del Fierro. Hoy son tres calles del barrio pera de la Corte, pero el rótulo -con el escudo de un oso rosa bailando con un árbol- se lo ganaron en lo más alto de la picota, la aduana de la justicia que no se la saltaba ni el Rey. La picota remataba su vértice con el aguijón de una avispa daltónica que no distinguía la sangre azul de la otra, aunque del gancho colgaban nueve varones por cada hembra y de éstas diez de cada decena no tenían un solo diente y habían intentado saltar por el balcón con una escoba entre las piernas.
El lunes por la mañana, un tal Luis, de sobrenombre “el cabrón”, se bajó la bragueta y orinó en el fuste de la picota sin salpicarse los zapatos. El pueblo miraba hacia el extremo de la calle por si viniera John Wayne a poner orden. No fue así. Lo habían detenido los picoletos en la parada del pueblo, nada más apearse del coche de línea. El comisario Villarejo había dado el cante.