La sociedad civil

13/03/2020 - 20:42 Emilio Fernández Galiano

En las tragedias de grandes magnitudes, surge entre la población una solidaridad espontanea digna de admiración.

En algunos debates políticos, al finalizar, el jefe de este grupo editorial me pregunta que quién me ha gustado más -se presume que de los políticos intervinientes-, y le contesto habitualmente lo mismo, “¿qué quién ha estado mejor?, la presentadora y moderadora, periodista ella”, le contesto.

En este frenesí vírico en el que nos encontramos y del que trataré sólo me sirva de introducción, de la gente relevante a la que he escuchado, las declaraciones que más me han gustado no han sido de ningún político, sino las de un empresario, Juan Roig, presidente de Mercadona. Deberían anotar los padres de la patria el tono, forma y fondo de este emprendedor a la hora de transmitir prudencia y sensatez.

Y es que en muchas ocasiones no tenemos en cuenta la fuerza de nuestro tejido social, en teoría representado por nuestros políticos, o mal representado pues, sacudiéndonos de dicha representación, brota lo mejor de nosotros mismos. 

Sólo el ejemplo de todos los profesionales sanitarios es buen botón de muestra, generosamente reconocido en las redes sociales. En los grandes siniestros, en las tragedias de grandes magnitudes, surge entre la población una solidaridad espontanea digna de admiración. Ahora que se cumple el aniversario del 11M, viene a mi memoria el comportamiento cívico y heroico de nuestra sociedad en aquellos momentos. Qué casualidad que los políticos no se pongan de acuerdo para conmemorar conjuntamente su recuerdo.

Es lo que llamamos sociedad civil y a la que mi amigo Lorenzo Díaz le gusta tanto reivindicar como alternativa al poder político. Como buen sociólogo, aplicando la teoría de Jürgen Habermas.  Siempre me ha molestado, y mucho, que, en general, los políticos se vuelven “civiles” sólo en las campañas electorales, ubicándose en el único espacio que le corresponde, el del servicio a su país y, por extensión, sus ciudadanos. Obtenido el escaño, el premio, vuelven a su poltrona, filosófica o no, levitando un par de palmos sobre el suelo para poder ver al resto por encima del hombro (salvo al rey). Con alguno con los que tengo confianza, se lo he tenido que recordar -salvo en campaña electoral- más de una vez: “A ver si nos ubicamos, tú, el elegido, eres el que me tiene que hacer la pelota a mí, el elector, y no al revés”.

El ansia de poder debería añadirse a los siete pecados capitales, desde luego en él confluyen unos cuántos. Sólo en circunstancias como las actuales, y en la muerte, el poderoso se iguala a cualquier mindundi padeciendo los mismos miedos y las mismas miserias. Es cuando, en sus temores, bajan la mirada y ven en el prójimo anónimo el mejor de sus aliados.