Las antigüedades de Hijes

15/10/2019 - 21:45 Tomás Gismera / Historiador

 

En el último tercio del siglo XIX, la población saltó a la prensa nacional por el hallazgo de una gran necrópolis

Nadie recuerda, cosa lógica, al señor cura párroco de Hijes, don Pablo Pereda. De recordarlo, más que por el hecho histórico a que dio pie, se le recordaría por el descalabro que se llevó a cabo en la iglesia del municipio en el mes de julio de 1858, reinando la serenísima reina doña Isabel II de Borbón. El descalabro, o los descalabros, puesto que fueron dos, ya que poco tiempo después del primero, a su sucesor, en la noche del 9 al 10 de noviembre de diez años después, le robaron hasta la mula.

Aquel primer suceso, que tuvo lugar en la madrugada del 24 de julio del nefasto año de 1858, de la iglesia de Hijes desapareció una buena parte de su tesoro sacro, todo él en plata, y casi todo ello donado por un hijo de la población, de nombre Andrés Muñoz, quien tras los infortunios padecidos durante la infausta Guerra de la Independencia en el transcurso de la cual muchos de nuestros pueblos perdieron la plata de sus iglesias para convertirla en fuente de ingresos con los que combatir al francés, se empeñó en que parte de lo desaparecido regresase, aunque no fuesen sus obras originales, por lo que se encargó de costear parte de lo desaparecido a cuenta del francés. Entre ello, una cruz de plata, tres cálices y una corona de Nuestra Señora del Rosario, patrona de la localidad, que el bueno de don Andrés Muñoz mandó labrar en un taller de orfebrería madrileño en el año de gracia de 1815 y, para que quedase constancia de quién era el donante, mandó labrar su nombre en cada una de las piezas que llevó a su pueblo.

El autor del robo, de 1858, del que nunca más se supo fue, al parecer, un mercadante de telas, de nombre José, que anduvo por aquellas tierras, hasta que echó el ojo a las joyas.

Don Pablo Pereda denunció ante las autoridades civiles y militares de Atienza el revés padecido como denunció, ante las mismas autoridades el hallazgo, algunos años atrás, de lo que entonces pudo ser uno de los mayores tesoros arqueológicos que conoció la provincia, y que en España, a través de la prensa de su tiempo se dio en llamarlo, el tesoro de Hijes.

Algo venía ocurriendo en el pueblo desde mucho tiempo atrás, desde la década de 1840, cuando nuestro buen don Pablo llegó a Hijes y comenzó a escuchar que por los alrededores del pueblo, en cuanto los labriegos metían el arado en la tierra comenzaban a aparecer objetos. Unos objetos que hablaban de tiempos prehistóricos, cuando menos. Objetos, la mayoría de ellos, encontrados dentro de una especie de cántaros repletos de ceniza.

Fueron los tiempos, los del final de la década de 1830 y los comienzos de la de 1840, del inicio de las excavaciones arqueológicas por una buena parte del territorio nacional; de la creación de las comisiones provinciales de monumentos y, a través de estas, de la elaboración de la carta, mapa o como quiera llamarse, que dio pie al también llamado Inventario Universal de los Bienes Históricos de España. Don Pablo, en el nombre del pueblo de Hijes, respondió cumplidamente a las preguntas que desde las capitales de provincia se remitieron a la mayoría de los pueblos de España para que estos contasen qué tenían digno de protegerse, fuesen castillo, murallas o, como en el caso de Hijes, cantarillas con ceniza y objetos de hierro que, todo hay que decirlo, la mayoría se deshacían con sólo mirarlos.

A las cumplidas explicaciones de don Pablo Pereda, dirigidas a las autoridades provinciales, recibió la respuesta de continuar con aquellas indagaciones por lo que, con las autoridades locales y el señor Juez de Primera Instancia del Partido de Atienza, don Antonio María Cisneros y Lanuza, se reanudaron las excavaciones, descubriendo un ciento, cuando no más, de aquellas urnas que fueron remitidas para su conocimiento y examen a Guadalajara. Es de suponerse que con anterioridad al dato oficial algunas decenas más se perderían por los hogares del municipio, a modo de tesorillos, o recuerdos sin conocer la realidad de su significado. Sucedía esto en torno a 1840/44, cuando desde Guadalajara se mandó al cura el oficio pertinente para que, con las bendiciones administrativas, descubriese cuanto fuera posible. Que lo hizo. Remitiendo a Guadalajara, a fines de 1844 parte de lo encontrado, entre ello armas cortas, cuchillos, lanzas, broches, argollas y tres ollas de barro, de veinte que en esta ocasión se hallaron, repletas de huesos.

Nadie pudo averiguar a qué tiempos se referían los objetos hallados, ya que en el informe que sobre aquello se hizo, al no encontrarse monedas no pudo calcularse la fecha de su enterramiento. Lo que si se hizo en Guadalajara fue comisionar a todo un personaje, de los de la mitad del siglo XIX en nuestro territorio, un intelecto que desempeñaba a la sazón el cargo de Delegado del Gobierno, don Francisco de Nicolau y Bofarull quien, con la gente del lugar procedió a una cumplida y amplia inspección de los alrededores del pueblo, hallando en esta ocasión, además de nuevas ollas, armas y objetos, tres monedas; al parecer dos del emperador Graciano y una tercera de Constantino Pío Félix Augusto. Graciano reinó por la mitad del año 300; Constantino Pío poco después, o antes, que los papeles no se ponen de acuerdo.

Los hallazgos de don Francisco de Nicolau dieron la vuelta a España y ocuparon primera plana en algunos medios de la prensa de su tiempo, dando a nuestro pequeño pueblo un papel protagonista durante algunos días. Papel protagonista que no tardó en apagarse. Eso sí, prácticamente todo lo hallado por Bofarull quedó en Guadalajara, para ser destinado al futuro Museo Provincial.

Hijes quedaba entonces, como lo está al día de hoy, muy lejos de cualquier parte; tanto que tendrían que pasar prácticamente cincuenta años antes de que, de nuevo, alguien se ocupase de aquellos objetos que, cada cierto tiempo, aparecían en esta tierra. Tanto que incluso nuestro particular historiador, por la cercanía de su Sigüenza natal, don Manuel Pérez Villamil, de paso hacía el Alto Rey, en el verano de 1879, se dio una vuelta por las tierras de Hijes, por ver si encontraba alguna cosilla y… “sólo un sepulcro logramos exhumar después de minuciosas excavaciones en un campo sembrado de patatas, donde, según los labradores del pueblo, con frecuencia salen al empuje del arado cacharros de barro y baratijas de hierro. Casi a flor de tierra se descubría el pico de una losa enorme que, hincada de punta, daba claro indicio de su existencia…”

Para don Manuel Pérez Villamil lo encontrado pertenecía a la cultura ibera, sin que conozcamos en profundidad el estudio que sus amigos le dedicaron; ya que a pesar de pedir a la Comisión Provincial de Monumentos que se ocupase de aquello, la respuesta, al parecer, no le llegó.

Sin embargo, no deja de causar asombro el que, muchos años después, entre 1912 y 1913, don Enrique de Aguilera y Gamboa, marqués de Cerralbo, tras obtener la concesión de numerosas excavaciones por esta norteña parte de la provincia de Guadalajara, acompañado de su equipo, entre el cual y como es lógico figuraron don Juan Cabré y don Justo Juberías, tras volver sobre los pasos de don Pablo Perea, se atribuyese el descubrimiento. Dejando en el olvido a las personas que, realmente, habían dejado las señales documentales de lo que por allí hubo.

Lo hallado en esta ocasión fue expuesto en 1914 en el palacio del señor Marqués, quien definió la de Hijes como mi necrópolis. Fechada por algunos estudiosos entre los siglos III y IV antes de Cristo; por los mismos siglos, después de Cristo, la fechan otros. Si bien de lo que no cabe la menor duda es de que don Enrique de Aguilera y su acompañamiento poco fue lo que dejaron en el lugar, pues todo tomó el camino de Madrid, pasando con posterioridad a los fondos del Museo Arqueológico Nacional, donde al día de hoy se encuentran expuestas algunas piezas, y en sus archivos o almacenes las demás.

En total, hechas las cuentas del antes y el después, los hallazgos nos dan cifras fabulosas que se aproximan a los 1.500 enterramientos, todos llevados a cabo en el mismo tiempo, más o menos, y en la misma forma: en urnas cinerarias, formando calles, y con sus estelas correspondientes, lo que nos podría hablar de los restos de una gran batalla, de las muchas que se libraron por aquí.

Hoy Hijes, tan apartado del mundo como hace dos siglos, vive su existencia silenciosa, ajeno a todo lo entonces sucedido.

Bien está sacarlo en los papeles, y dar a conocer que, a pesar de ese silencio que hoy lo rodea, un día no muy lejano fue una populosa población que, al día de hoy, todavía puede tener guardado en los confines de su tierra algún que otro tesoro, o antigüedad, que atraiga hacía allá la investigación arqueológica y quien sabe, quizá también el turismo cultural. Tan necesario siempre.