Las ferias de los 'Mielitos' de la Guadalajara yeyé
Pregonadas las fiestas y proclamadas su reina, las ferias yeyé principiaban, ya no solo para la élite local, sino para el conjunto de los mortales de la ciudad, con los espectaculares y multitudinarios desfiles de carrozas.
El mes en el que se celebraban históricamente las ferias de Guadalajara fue siempre octubre, desde tiempos de Alfonso X-quien las otorgó en 1260 como privilegio en torno a la festividad de San Lucas-, hasta los años sesenta del siglo XX en que se adelantaron, inicialmente a la última semana de septiembre y primeros días de octubre y, después, ya en los años 80, primero a la tercera semana del mes nono y, como ocurre en la actualidad, finalmente a la semana siguiente a la de celebración de la festividad de la patrona, la Virgen de la Antigua. Por tanto, septiembre es y viene siendo, desde hace ya tiempo-el suficiente como para parecer mucho-, el mes por excelencia de las ferias y fiestas de la capital y por ello les vamos a dedicar este “Guardilón” que se centrará en su etapa yeyé, la de finales de los años sesenta cuando aún se celebraban en la Concordia y eran ferias de verdad, y no solo fiestas, ya que entonces la Cámara de Comercio organizaba una potente exposición de industria y comercio que vino a suplir a las históricas de ganado.
Las ferias de finales de los años sesenta comenzaban con el pregón y la proclamación oficial de la reina de las fiestas que, en aquella época del llamado tardofranquismo, solían ser hijas de ministros o de otros altos cargos del régimen. Así, en 1967, la elegida fue Mariola Martínez Bordiú -nieta de Franco y, años después, esposa del sin par Jimmy Jiménez Arnau-, en 1968, Rosario Silva Lapuerta-hija del entonces ministro de Obras Públicas, Federico Silva Muñoz-, en 1969, Cristina Villar Ezcurra-hija de José Luis Villar Palasí, en aquel tiempo ministro de Educación y Ciencia-, en 1970, Leticia Allende y Milans del Bosch-hija de Tomás Allende y García-Baxter, ministro de Agricultura, con estrecha y directa vinculación con la provincia- y en 1971, por dejar la serie aquí, Ana María López de Letona Olarra -hija del ministro de Industria, José María López de Letona-. El acto de proclamación de las reinas era todo un acontecimiento sociopolítico en la ciudad, con un punto provinciano, pero elitista, como élite social de la época eran aquellas jóvenes reinas con apellidos más largos que un día sin pan y abuelos y papás muy poderosos. A las reinas las acompañaba en su presentación en sociedad el pregonero y mantenedor del acto, que solía ser un escritor y/o periodista afamado, local o nacional, que habitualmente aportaba encendidas loas a la ciudad y a la provincia, a su historia, su patrimonio, su geografía y sus fiestas, y en el que no faltaban también cálidos elogios a la belleza y otros dones de aquellas muchachas que eran “reinas” de Guadalajara, al menos por una semana. Josepe Suárez de Puga o Paco García Marquina, por citar algunos proverbiales ejemplos de aquellos pregoneros y mantenedores, bordaron su papel, según me cuentan y me creo a pies juntillas, porque ambos daban en aquellos años el perfil de cultos galanes y príncipes de la palabra que se solía exigir para ejercer esa tarea. No era precisamente un galán, pero sí una persona muy culta y un auténtico príncipe de la palabra, Emilio Romero, el entonces prestigioso director del diario Pueblo y de la Escuela Oficial de Periodismo -precedente de la facultad de Ciencias de la Información- quien hizo de pregonero y mantenedor del acto de proclamación de la reina de las fiestas de 1970. Gracias a Nueva Alcarria he podido recuperar gran parte de su pregón del que me ha parecido oportuno entresacar uno de sus primeros párrafos, para hacernos una idea del estilo que se llevaba en aquellos momentos en aquel tipo de actos, al tiempo que disfrutar de la buena prosa de Romero: “Vengo nada menos que a pregonar las fiestas de Guadalajara, que es una ciudad ibérica, como la mía, en la paramera castellana, erigida sobre ríos circundantes, o sobre cuencas de ríos. Mis mínimos Adaja y Arevalillo, y los vuestros, el Henares y el Tajuña. Menos caudalosos que el Rhin o el Támesis, pero con tantos poetas de su gloria por metro cuadrado”.
Anuncio de los Mielitos publicado en Nueva Alcarria en 1971.
Pregonadas las fiestas y proclamada su reina, las ferias yeyés principiaban, ya no solo para la élite local, sino para el conjunto de los mortales de la ciudad, con los espectaculares y multitudinarios desfiles de carrozas. Sin duda, era el momento festivo más álgido de aquel tiempo pues generaba auténtica expectación y reunía en la calle a miles y miles de personas -bastantes venidas exprofeso de pueblos de la provincia-, cuando en aquella Guadalajara la población apenas superaba los 25.000 habitantes, menos del doble de los que tiene ahora Alovera, para que nos hagamos una idea del tamaño de la ciudad de entonces. Las carrozas, que solían acercarse en número a la treintena, las patrocinaban instituciones y comercios, y tenían una temática compositiva, una estética y una ornamentación verdaderamente cuidadas. En la del ayuntamiento, que por norma era la de mayor tamaño y empaque, se presentaba a la ciudad la reina de las fiestas, sobre su trono de oropel, acompañada de damas y rodeada de serpentinas y confeti.
El recinto ferial en aquellos años se situaba en el parque de la Concordia, que acababa literalmente arrasado, como si Atila, y no solo los “hunos” sino también los otros, hubieran pasado por él. Aunque no fue hasta diez años más tarde cuando las ferias salieron de nuestro más histórico parque y se trasladaron al recinto de Adoratrices, ya en 1968, el entonces teniente de alcalde de la ciudad y presidente de la comisión de festejos, Agustín de Grandes, reconoció que la Concordia “sufría mucho por las aglomeraciones de público”, al que pedía que no invadiera los jardines, una invitación sin duda bienintencionada y buenista, pero utópica, pues era como intentar poner puertas al campo. Por cierto, en los últimos años y medio siglo después de aquellas ferias que aún se celebraban en ella, la Concordia está acogiendo cada vez más carga festiva, sobremanera la presencia de muchas y numerosas peñas que, es evidente, impactan negativamente sobre su fauna y flora, especialmente las praderas de césped, arbolado, instalaciones y mobiliario urbano. Se que es un lugar céntrico y central para los peñistas y que la consideran su geografía urbana idónea para situar sus carpas, pero hay que hacer un esfuerzo de compatibilizar sus lógicas y legítimas apetencias y deseos, con la preservación de nuestro parque de referencia. No me sirve que las praderas, plantas y árboles que se estropean, se repongan, y que los pájaros terminen volviendo cuando regresa el sosiego al parque; los animales y las plantas sienten y padecen, no son cosas, ni materiales fungibles. Y no voy de ecologista cañí; simplemente, de ciudadano que le gusta respetar y que se respete su entorno natural. Ahí lo dejo.
Volviendo a las ferias yeyés, a partir de 1968 y hasta mediados los años 70, la hoy desaparecida Cámara de Comercio-sin que, por lo visto, casi nadie la eche en falta-, organizaba unas importantes exposiciones de la industria y el comercio de la provincia, con sede en el recinto de Adoratrices que, a partir de 1978, acogería las ferias hasta su traslado al nuevo recinto ferial junto al “Ferial Plaza”, ya en la primera década del siglo XXI. Tras un mínimo antecedente de feria de la automoción celebrado entre 1963 y 1967, la I Exposición de la Industria y el Comercio de Guadalajara tuvo lugar entre el 26 de septiembre y el 6 de octubre de 1968, ocupó un espacio de 15.000 metros cuadrados, participaron en ella 115 empresas, movió un volumen directo de negocio de 180.000 pesetas y la visitaron 38.000 personas. Mucho mirón y poco “gastón”, por decirlo en ripio y gráficamente. No obstante, aquel buen dato de visitantes animó a organizadores y expositores y en las ferias de los años siguientes la exposición no faltó a su cita, hasta que en 1976 celebró su última edición, decayendo a partir de entonces porque a la Cámara ya no le salían los números. Los datos de expositores, visitantes y volumen de negocio en las ediciones en que se organizó fueron creciendo y, en poco tiempo, se convirtió en un auténtico referente del programa complementario de actividades de las fiestas que, además, así volvían a ser unas ferias comerciales y no solo de cachivaches, como lo habían venido siendo históricamente las de ganado que comenzaron a celebrarse en el siglo XIII y desaparecieron mediado el XX. De aquellas exposiciones del comercio y la industria de Guadalajara, que coincidieron con mis años de infancia y mocedad, recuerdo especialmente el stand de los “Mielitos”, un producto fabricado por la empresa Chimen en su planta de Humanes, parecido a los cereales tostados —tipo a los “Kelloggs” de ahora—, que consistía en trigo hinchado al horno y edulcorado con miel de la Alcarria. No se me ocurre un desayuno más guadalajareño que un matrimonio de trigo y miel. Se producía aquí, pero se exportaba a toda España, con mucho éxito de ventas. En el stand de “Mielitos” regalaban unas cajas pequeñitas de este producto que provocaban auténtica fruición entre los críos. Acceder a una de aquellas cajitas promocionales era casi superar un rito iniciático. Algunos, hasta preferíamos no abrirlas y guardarlas como trofeo de guerra, antes que consumir el producto y ya no poder presumir de tenerlo. Por cierto, a aquellos deliciosos “Mielitos” les surgieron pronto unos “hermanos” salados: “Topitos” (maíz sin estallar) y “Pimpitos” (Arroz hinchado) que no tuvieron ni el éxito ni el recorrido de aquel trigo hinchado con miel alcarreña que, no solo es un sabor y un recuerdo de infancia, sino que tuvo tanto impacto comercial y social que hasta marcó una época: Las ferias de los “Mielitos” en la Guadalajara yeyé.