Lecturas de Patrimonio: Vuelta a Pioz


Una potente “Asociación de Amigos” ha surgido en Pioz: la de su Castillo Medieval. Todos sus miembros se mueven en la misma dirección, que es la de sentar las bases de una recuperación paulatina, pero total, de su castillo, un emblema del patrimonio alcarreño que reclama atención y  cuidado.

 

Hace unos días, y al llamado de Alejandro Pastor Loeches, presidente de la Asociación de Amigos del Castillo de Pioz; de Enrique Prat Bosch, su anterior alcalde promotor de los trabajos de excavación en el mismo; de César Gómez Fraguas, uno de sus más acreditados estudiosos, y de José Antonio Pendás, actual alcalde de Pioz, me dí una vuelta alrededor de este singular y espectacular monumento.

A tan solo media hora, sin correr, de Guadalajara, y no mucho más desde Madrid, se alza en medio de la meseta alcarreña este imponente testigo de los tiempos pretéritos. Con ellos hablé, y con otros varios miembros de esta Asociación, que me colmaron de atenciones. Pero con los que pude departir, a gusto y sin prisas, acerca de esos temas que me preocupan, y que no pueden dejarse a un lado, por fuerte que sea el grito mediático de la política partidista y las cuestiones que hoy priman (o algunos quieren que primen) sobre empoderamientos de género, enraciaciones y otras cuestiones aún por definir. Estas del cuidado de nuestro patrimonio no parecen estar en la primera línea de preocupaciones de las altas jerarquías del Estado, o de la provincial política. Pero sí que están en la primera línea de preocupaciones de muchas gentes de a pie, de muchos votantes.

Al castillo de Pioz se le quiere (desde el corazón de las gentes del pueblo) se le respeta, y con él se sufren las agresiones del vandalismo nocterniego que a veces le aplica sus histéricas pintadas. En general, la idea es unánime: hay que recuperar, poco a poco, este gran edificio. Hay que estudiarlo, limpiarlo, recomponerlo, utilizarlo… hay precedentes, cercanos, de acciones tales.

Se puede hacer y se debe empezar ya. Por ejemplo, con llamadas de atención a la ciudadanía, para que lo visiten, lo respeten, y también ellos vayan dando ideas de un posible uso: ¿un lugar de encuentro, y exposición, de la producción agraria en la Alcarria? La miel, el vino, los aceites, los trigos…. Ahí está la primera idea.

 



Llegar y ver en Pioz
La fortaleza de Pioz, en plena meseta de la Alcarria, es uno de esos castillos en los que apenas si la historia ha dejado huellas de interés en las crónicas que de él tratan, y tampoco aporta novedades estructurales que puedan situarle en un lugar destacable o excepcional en el conjunto de la arquitectura medieval militar. Sin embargo, para quienes gusten de evocar el pasado intrigante de un tiempo en el que estos edificios eran la sede de los poderosos, y la concreción de unas teorías sobre el arte de hacer la guerra en el Medievo, el castillo de Pioz posi­bilita la visión real de uno de estos ejemplos. Es todo un para­digma, completo y latiente.

Recorrer su contorno, mirando desde los diversos án­gulos sus fosos, el recuerdo de su puente levadizo, el paseo de ronda sobre los adarves, cruzar la poterna misteriosa, y ver la gran torre del homenaje o las impactantes “troneras de cruz y orbe” de los garitones de la barrera exterior, son un cúmulo de sensaciones que difícilmente pueden encontrarse juntas en otro lugar. Visitar esta antigua fortaleza, repleta de motivos evocadores de lejanos siglos y epopeyas, es quizás el mejor estímulo para adentrarse con gusto en el mundo sugerente de la castillología hispana y gozar, de entrada, de este plato suculento del patrimonio guadalajareño.

 



Algo de historia
En medio de la ruralía sencilla de la Castilla de la Transierra, Pioz perteneció al Común de Villa y Tierra  de Guadalajara, siendo de señorío real, hasta que mediado el siglo xv, el rey Juan II de Castilla entregó el lugar a su afecto cortesano don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana.

A la muerte de éste en 1458, pasó a su hijo predilecto, el que fuera gran Cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, quien enseguida inició la construcción de un castillo, en el que muy posiblemente deseaba plasmar las ideas que sobre castillos‑palacios tenía recibidas de Italia, en orden a fraguar­ separa su residencia en caso de peligro político, un magno edificio a la par lujoso y seguro. En 1469, sin embargo, desistió de su idea, y puso sus miras en Jadraque y Maqueda, lugares de mayor importancia estratégica para sus objetivos, y dotados ya de sendos castillos en los que poder desarrollar más ampliamente sus ideas constructivas.

En esa fecha, el entonces obispo de Sigüenza propuso al noble castellano Alvar Gómez de Ciudad Real, secretario del rey Enrique IV, un trato, consistente en el cambio de su villa de Pioz con el iniciado castillo, los lugares de El Pozo, los Yéla­mos y algunos otros enclaves de la Alcarria, por la fortaleza y villa amurallada de Maqueda. El trato aceptado, Pioz pasó a las manos de la familia de los Gómez de Ciudad Real, en la que destacaron algunos elementos como políticos y poetas durante el siglo XVI. Ellos continuaron la construcción del castillo, com­pletándole tal como hoy lo vemos en los años finales del siglo xv. Después, y sin apenas haber servido para su residencia, y mucho menos para ser el protagonista de ninguna batalla, la fortaleza se vio abandonada, y aunque los dueños pusieron alcaide y encargados del mantenimiento de la casa fuerte, el progresivo deterioro que procura la falta de uso dio tras muchos siglos el resultado que hoy puede comprobarse.

Tras la Desamortización pasó a manos particulares y en 1883 aparece registrada a nombre de Francisca Rodríguez Moreno, viuda de Evaristo Ventura, pasando luego a herederos hasta hace 20 años en que fue adquirido por el Ayuntamiento, actual propietario.

Qué vemos en Pioz
El de Pioz es un castillo de llanura, dominante de amplios horizontes desde los adarves de su defensa exterior, y visto a su vez desde lejanas posiciones en la plana meseta de la Alcarria baja. En leve altura sobre el pueblo, del que apenas destaca sobre sus tejados, se encuentra totalmente rodeado de un hondo foso que los siglos han ido rellenando. Por la parte meridional, tenía la entrada habi­tual y principesca: dos machones cilíndricos fuera del foso servían para que apoyara el puente de madera, levadizo, que se dejaba caer desde el correspondiente hueco abierto en la defensa exterior de la fortaleza. Por la parte septentrio­nal, una estrecha puertecilla a modo de poterna permitía la entrada, o salida, del castillo directamente sobre la profundidad del foso. La escalerilla de acceso de esta poterna al recinto de la liza, es estrecha, empinada y en zig‑zag, de modo que se encuen­tra perfectamente defendida desde el interior.

 

 

El muro externo de la fortaleza es muy grueso, construido en escarpa poco pronunciada, que ha sufrido con mayor crudeza la rapiña de las gentes que se han ido llevando sus piedras sillares. Culmina en muralla poco eleva­da, a la que por escalerillas se puede subir desde la liza. Se completa con torreones esquineros cilíndricos en los que podían albergarse piezas de artillería, para cuyo uso aparecen orificios en forma de troneras con vanos cir­culares rematados en cruz, algunos de perfecto perfil. Son las llamadas troneras de cruz y orbe, espectaculares.

El casti­llo propiamente dicho, o recinto interior, es de planta cuadrada, con altos muros lisos en los que, a la altura de los pisos interiores, se abren algunos ventanales amplios. El resto del paramento solo se abre para ofrecer estrechas y alargadas saete­ras que, especialmente desde las esquinas, cubren el paso de la ronda, y especialmente la entrada principal y la subida desde la poterna.

Durante las obras de excavación que hace unos 20 años se realizaron a instancias de Enrique Prat Bosch, a la sazón alcalde del municipio, y con el asesoramiento de los arqueólogos Esteban, Cuadrado y Crespo, se extrajo ingente cantidad de derrumbes, encontrando la estructura interior intacta, con un pequeño patio central (posiblemente sobre un aljibe) las caballerizas, las cocinas, etc…. La estructura, por tanto, se mantiene completa, aunque le falten los muros y los solados.

En las esquinas del castillo se alzan fuertes torreones de planta cilíndrica, rematados en leve moldura sobre la que muy posiblemente en su momento inicial se alzaban esbeltas almenas, hoy totalmente desaparecidas. En la esquina noroeste se levanta la potente torre del homenaje, de irregular planta, cuadrada por un lado y circular por otro, en la que se preparaba el sistema defensivo último, de emergencia. La entrada a esta torre debía hacerse a través de otro puente levadizo, de los de tipo de brazo con contrapeso y eje central, complicado sistema que hacía muy segura la torre, a la que luego debía aún ascenderse a través de escale­ra de caracol interior.

 

 

El recinto interno del castillo está hoy totalmente vacío, ofreciendo los pelados muros (en los que se ven los huecos de los mechinales que servían para la introducción de las vigas que sujetaban los pisos), y las torres que ofrecen en su nivel inferior sendas puertecillas estrechas que permiten la entrada a sus cuerpos bajos, en los que sucintas saeteras cumplían la misión de vigilancia y defensa típicas. Y en los que había espacio más que suficiente para colocar piezas de artillería.

Es muy de destacar, aunque de todos modos era algo habitual en los castillos medievales, la obligación de discurrir en zig‑zag desde la entrada a la fortaleza por el puente levadi­zo, hasta poder acceder a la puerta principal del recinto inte­rior o castillo propiamente dicho. Ello obligaba a los visitantes a recorrer un buen trozo de la liza o espacio de circulación interior, lo que permitía su reconocimiento y la defensa desde dentro.

Hay que destacar nuevamente, tratándose de un castillo ini­ciado en sus fundamentos por uno de los Mendoza más aficionado a la arquitectura, que la función de este castillo, aunque muy volcada hacia la defensa frente a un posible ataque guerrero, guarda al mismo tiempo una intención residencial, y es muy pare­cido, incluso en el nombre de la localidad en que asienta, al de la Rocca Pia, en Tívoli, que se levantó en 1460, y al que el arquitecto que diseñara el de Pioz, muy posiblemente Lorenzo Vázquez, italianizante al servicio de los Mendoza durante largos años, copió en muchos detalles y aun en su estructura general. No es de extrañar este hecho, máxime teniendo en cuenta que el hijo del Cardenal Mendoza, el marqués del Zenete don Rodrigo, llamó a este Lorenzo Vázquez (que luego habría de construir los palacios de Antonio de Mendoza en Guadalajara, de los duques de Medinaceli en Cogolludo y el convento franciscano de San Antonio en Mondéjar) para construir el castillo‑palacio de La Calahorra en Grana­da, en el que tras los severos muros de tono medieval y guerrero, escondió un delicadísimo patio y estancias cuajadas de decoración plateresca muy hermosa. Es más, no sería excesivo aventurar que para este castillo de Pioz, el Cardenal don Pedro González de Mendoza hubiera concebido un patio de estilo plateresco que, por las circunstancias del cambio de esta posesión por la de Maqueda, ya no llegó a construirse.

En cualquier caso, lo que hoy queda a la admiración del viajero y del curioso enamorado de estos viejos conjuntos de piedras remotas, es lo suficientemente espléndido como para mere­cer con creces una visita detenida. Que será, sin duda, y a poca sensibilidad que se posea, el seguro inicio de un deseo de reconstrucción, de recuperación, de ver vivo y sonoro a este edificio.