Los que avisan (I)


La palabra respeto reclama, por naturaleza y origen, una justa reciprocidad, esto es, un comportamiento mutuo. 

 Seguimos ahora en los primeros compases de este dos mil veintiuno [2021] y todos esperamos que quede el 20 definitivamente atrás y tengamos un nuevo año 21 que nos permita vivir en una tranquilidad merecida por una mayoría, anhelante de una relación de auténtica comunidad humana, con un trato familiar.

Pero no esperemos que se produzca un milagro sin esfuerzo. Hará falta una buena dosis de fe (de buena fe) y de voluntad (de buena voluntad) y, así, exigir y exigirnos “menos promesas y más hechos, menos egoísmo y más empatía” para cambiar el rumbo de nuestra vida de mentiras, porque el hablar no tiene fin, si estamos cansados de tanta palabra vacía y sin sentido.

Por eso mismo, la fraternidad ha de tener un límite en esta carrera de obstáculos, pues hay mucho listo que anda suelto y pretende medrar a costa de los demás. Y aquí cabe una explicación de la hipocresía, “ese tributo que el vicio rinde a la virtud” – tal como como dijo F. de la Rochefoucauld-, o al contrario, a veces. No podemos ir por la vida dejando libres a algunos prójimos y siendo tolerantes y respetuosos con los que jamás en su vida lo han sido con nosotros. Ya sé que es una reacción muy primaria y primitiva, pero ¡qué le vamos a hacer!; es una ley de defensa natural.

Hablemos con honradez. La palabra respeto reclama, por naturaleza y origen, una justa reciprocidad, esto es, un comportamiento mutuo. No puede existir un respeto unilateral. Eso va contra natura, pues por esa regla de tres, sólo tendrían salida el hipócrita (a lo fino), y los vividores (a lo bestia). Vivimos en un laberinto y necesitamos orientarnos sobre todo en situaciones-límite. En ellas, la inocencia ha pagado un alto precio. No hay más que repasar someramente la historia, y también la actualidad, para no confundir la velocidad con el tocino. Yo me pregunto: ¿es compatible la diversidad con la unidad? ¿Qué unidad o diversidad es ésa? En teoría, sí lo es. Y, de hecho, sería deseable la armonía, el diálogo y la concordia.

Pedro Crespo, en “El alcalde de Zalamea” nos habla del respeto, y nos viene a decir que no se puede pedir a otro lo que uno no practica. Entonces, como es natural, se impone el ejemplo, ese del que nos explicaron su necesidad los viejos maestros que en el mundo han sido. Es él la única forma de enseñar y de aconsejar. Lo otro no es creíble ni verosímil. Además, la legitimidad de algo, sea lo que sea, se garantiza respetándolo cada día.

Volvamos a la Historia y pensemos, ya desde el inicio, en Caín y Abel, en tirios y troyanos, griegos y persas, en Rómulo y Remo, romanos y cartagineses; pero también en güelfos y gibelinos, carlistas e isabelinos, bolcheviques y mencheviques, republicanos y nacionales, aliadófilos y germanófilos; o, para llegar hasta ayer, en chiíes y sunníes, o en hutus y tutsis. De esta manera, parece como si lleváramos en nuestros genes un germen de odio y de violencia inextinguible. Nos toca, por tanto, invertir esa maléfica tendencia.