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Ludismo del siglo XXI
Las nuevas empresas han cambiado las formas de hacer negocio, de prestar servicios, de comprar y vender, sin que ello haya supuesto el uso de la violencia por parte de los afectados.
A comienzos del siglo XIX se propagó entre los artesanos textiles de Inglaterra un particular tipo de protesta, el ludismo. La introducción de telares industriales, que requerían poca mano de obra y trabajadores con menor cualificación, dio lugar al uso de la violencia para destruir esas máquinas que amenazaban su tradicional forma de vida. Pronto se extendieron actos de este tipo por toda Europa, estando documentado su uso temprano en Guadalajara. Cada nuevo invento, cada nueva máquina, traía tras de sí la protesta de los trabajadores afectados. El fenómeno se trasladó del ámbito urbano al campo, donde la invención de la máquina trilladora se tradujo en el inicio de una cruzada por su destrucción.
Algo de esto hay en la violenta campaña desarrollada por el sector del taxi en los últimos días: una resistencia a las consecuencias que las nuevas tecnologías tienen para su tradicional modelo de beneficio. Pero su protesta va más allá. Las nuevas empresas han cambiado las formas de hacer negocio, de prestar servicios, de comprar y vender, sin que ello haya supuesto el uso de la violencia por parte de los afectados. Los comerciantes tradicionales no han quemado hipermercados ni grandes almacenes, los trabajadores de Correos no han pegado fuego a los locales de las nuevas compañías de transportes, los dueños bares y restaurantes no han destrozado establecimientos de comida rápida. Se han adaptado, o al menos lo han intentado. El problema es que la introducción de la competencia en un ámbito en el que no la hay supone la finalización de privilegios que no tienen justificación alguna, y eso duele. El taxi es un oligopolio, es decir, un mercado con pocos vendedores –los taxistas– que pueden poner sus condiciones a los clientes. Fenómenos como el de la compraventa de licencias en su particular mercado negro, en connivencia con las autoridades, han dado lugar a que, una vez encendidas las luces de alarma, su temor se haya convertido en amenaza.
La protesta, eso sí, ha tenido una virtud, y es que ha retratado a todos los partidos políticos. Sus apoyos han estado claros: Podemos y la extrema derecha, es decir el conservadurismo camuflado y el que no se esconde, todos ellos enemigos del comercio. A su frente, los ayuntamientos de Barcelona y Madrid, a quienes los intereses de sus ciudadanos parecen traerles al fresco. Y al otro lado, un Gobierno asustado ante su debilidad, incapaz de enfrentarse a los matones, postergando una posible solución; y junto a él unos partidos que se reclaman liberales cada vez que tienen ocasión de hablar de principios, pero que a la hora de la verdad son incapaces de tomar partido por la liberalización, algo tan sencillo como aumentar sustancialmente el número de licencias de taxi y permitir a la competencia su libre trabajo.