Mantícora: El héroe y el terror
En 1988, Chuck Norris protagonizó una película que llevaba el sugerente título de esta crítica: El héroe y el terror. En ella, el bueno de Chuck debía detener a un "gigantesco psicópata, deforme y brutal", según rezaba la sinopsis.
Imposible no pensar en aquel título al ver Mantícora y acercarse a este Julián tan magistralmente interpretado por Nacho Sánchez. Porque a veces, el monstruo no vive fuera. A veces está dentro, conviviendo también con el héroe, en una guerra eterna en la que hay batallas ganadas y otras perdidas. Derrotas que, por puntuales que sean, resultan casi definitivas. Y cuando una sola derrota supone ya de por sí la destrucción del alma, cuando no hay margen para el error, entonces solo cabe vivir con miedo, con terror a uno mismo y lo que su monstruo interior, deforme, brutal y gigantesco, sería capaz de hacer si quedara libre.
Carlos Vermut se la juega en Mantícora, se mete en un jardín y en un charco, todo a la vez. Se atrave a sugerir que un pedófilo puede ser un ser humano en guerra consigo mismo y por extensión hasta un buen tipo en perpetua búsqueda de una salida. Ese es Julián, un hombre en el que late la más terrible de las pulsiones y que cree encontrar su salvación al conocer a Diana (Zoe Stein), una mujer de aspecto aniñado que le permitiría conciliar sus oscuros deseos con una vida normal.
Vermut nos muestra el día a día de Julian con objetividad, sus relaciones humanas con frialdad y su transtorno con delicadeza, incluso cuando tiene que enseñar su lado más asqueroso (que lo es). Lo hace de manera inteligente, incómoda, claro, porque este tema no se puede tratar sin incomodar, pero no morbosa, demostrando empatía y sensibilidad sin por ello dejar de ser honesto.
Es el suyo un trabajo de dirección espectacular tanto en el manejo de la cámara como en el de los actores. Su Mantícora alcanza momentos hipnóticos a los que solo lastra un guión al que no le habría venido mal un poquito más de tijera, sobre todo para eliminar esas escenas que parecen incluidas para rendir homenaje a Sitges (sede del festival de cine fantástico más mejor del mundo) o alcanzar las dos horas de metraje. Vaya usted a saber.
Si no fuera por eso, cierta lentitud en el inicio de su segundo acto y el bandazo un tanto exagerado del protagonista que nos lleva al clímax final, hablaríamos de la película del año... y puede que aún así lo sea. No tiene la capacidad para sugerir de la que hacía gala Magical Girl, pero sí su crudeza emocional. Incómodamente necesaria para hacernos a todos, quizás, más humanos. Carlos Vermut se expone y ya solo por eso hay que alabar su trabajo.