
Mozas de cántaro
Muchas aguadoras no trabajaban para una casa, o no lo hacían en exclusiva, sino que vendían agua a domicilio o la ofrecían por las calles, sobre todo durante el estío.
Esta Vindicación va de agua; mejor dicho, de aguadoras. En medio de estas semanas tan lluviosas, habiendo vivido en el barrio guadalajareño de Los Manantiales y siendo oriunda de Cifuentes, el pueblo de las cien fuentes, estaba abocada a que las náyades y las musas -quizá Pegea y Clío- me inspiraran a escribir sobre uno de los primeros oficios desempeñados por las mujeres.
Hoy en día, en países como el nuestro, abrir el grifo y que salga agua limpia y bebible, o tirar de la cadena, nos parece lo más normal. Sin embargo, casi el 30% de la población carece de instalaciones básicas para realizar una tarea tan cotidiana como lavarse las manos en casa, el 25% no tiene acceso a agua potable y el 45% no cuenta con servicios de saneamiento gestionados de forma segura.
El agua y el saneamiento son fundamentales para un desarrollo verdaderamente sostenible y equitativo. En este sentido, considerando que el 70% de las personas pobres del mundo son mujeres, y que muchas de ellas pasan cerca de seis horas diarias buscando agua (y a hervirla cuando es necesario) para el aseo, la cocina o la limpieza, incorporar la perspectiva de igualdad es indispensable para garantizar la sostenibilidad del planeta.
¿Pero qué ocurría en nuestros pueblos y ciudades antes de que se implantara una red de suministro generalizado de agua para toda la población? Pues que la responsabilidad de proveer a los hogares del líquido elemento recaía sobre las mujeres, quienes se encargaban de ir a por él a fuentes y pozos varias veces al día. Sin duda se trataba de una labor dura que había que llevar a cabo tanto bajo los rigores de los hielos invernales como bajo los calores estivales, pero que también ofrecía un espacio para el encuentro en una época en que no estaba bien visto que las mujeres pasaran tiempo fuera de sus casas.
La división sexual del trabajo resulta evidente, pues mientras los hombres ocupaban el espacio público y accedían al trabajo remunerado, las mujeres se congregaban en torno a espacios reservados para su sociabilidad, como las fuentes y los lavaderos, y aunque desempeñaban labores indispensables para la vida humana, estas ni eran retribuidas ni valoradas familiar y socialmente.
La moza del cántaro, obra de Ramón Bayeu. Museo Nacional del Prado.
Ir a por agua además de ser una ocupación doméstica de las mujeres de la casa, también tuvo la variante de convertirse en oficio. Eso sí, pagado con salarios muy bajos y normalmente invisible en las estadísticas oficiales. En la mayoría de los casos suponía un complemento al sueldo del marido, pero en otros constituía el único ingreso de la familia, lo que da cuenta de la humildad de aquellas aguadoras, tan estrechamente vinculadas a las lavanderas en ese trabajo esencial para la higiene de la vecindad.
En las casas más pudientes, el servicio doméstico estaba diversificado y estratificado según el prestigio de sus funciones. Había una mujer, normalmente la más joven y habitualmente soltera, que desde la primera hora del día se dedicaba a la faena de abastecer de agua a la familia y al personal para preparar el desayuno, limpiar, guisar y todas aquellas actividades que requerían agua limpia. Era la moza de cántaro, cuyo trabajo discreto pero indispensable aseguraba la comodidad de sus «señores».
Otras muchas aguadoras no trabajaban para una casa, o no lo hacían en exclusiva, sino que vendían agua a domicilio o la ofrecían por las calles, sobre todo durante el estío. Estas mujeres recorrían la localidad anunciando su mercancía y llevando el agua a quienes no podían buscarla por sus propios medios. Algunas de ellas tenían rutas fijas -y clientes igualmente fijos-, por lo que eran personajes ampliamente conocidos.
Esta profesión era físicamente exigente, pues requería fuerza y equilibrio para portar los cántaros sobre la cabeza o apoyados en la cintura. Tal vez por esa resistencia, se decía de ellas que eran mujeres de rompe y rasga. Además, su conocimiento de lo que se cocía en la vía pública les permitía estar al tanto de las controversias políticas.
Las aguadoras y las mozas de cántaro han sido fuente de inspiración para muchos artistas, lo que, a ojos del presente, repara de alguna manera la histórica invisibilidad de su oficio. Así, a comienzos del siglo XVII, Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios, escribió una comedia titulada La moza de cántaro, al igual que Mozas de cántaro es el nombre de un famoso cartón para tapiz que pintó otro genio, Goya.
No me es difícil imaginar a nuestras queridas aguadoras yendo y viniendo de las fuentes públicas de Guadalajara, como la de la Niña, una de las más emblemáticas de la ciudad; la de la Plaza Mayor; la de la Soledad, que además contaba con uno de los lavaderos del municipio; la de la Puerta del Mercado, muy importante para los comerciantes y visitantes del mencionado mercado; y la de Santa María de la Fuente la Mayor, situada frente a la actual concatedral y al lado del palacio del Cardenal Mendoza.
También imagino a mis abuelas, bisabuelas, tatarabuelas… yendo al río Cifuentes a fregar los cacharros y lavar la ropa, así como recogiendo agua en la Fuente de los Frailes, estimada, según parece, la mejor para cocer legumbres. De la fuente de Poterre se llevaban agua para lavados curativos y en la fuente del Piejo llenaban los botijos con el agua más fresca del pueblo. De entre sus innumerables fuentes, qué decir de la balsa que acopia el agua de los manantiales donde nace el río que lleva el mismo nombre que el pueblo (ya saben, Cifuentes). Asimismo, recreo en mi imaginación a mi madre, aún niña, portando agua para llevarla a casa de sus abuelos Julia y Antonio.
A pesar de lo evocadoras que pueden ser estas imágenes, afortunadamente llegaron las tuberías y los grifos, transformando las dinámicas domésticas y laborales de las mujeres. En la actualidad, todavía son muchos los países en los que la infraestructura hídrica es deficiente, lo que obliga a millones de mujeres a dedicar horas y horas a acarrear agua. Esto nos recuerda que el acceso al agua sigue siendo un privilegio injusto, pero también que la actividad humana (en especial la ordenación urbana) ha de ser respetuosa con el ciclo del agua que nos da, ni más ni menos, la vida.