Obscenidad judicial
01/10/2010 - 09:45
Por: Redacción
Punto de vista
ANTONIO PAPELL - PERIODISTA
Como es conocido, casi dos años después de que hubiera debido renovarse de acuerdo con el plazo quinquenal señalado constitucionalmente (art.122.3 CE) el Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de dicho poder, Zapatero y Rajoy pactaron, en su reciente entrevista de julio, proceder a la mudanza, que sólo puede lograrse mediante dicho consenso ya que las designaciones requieren una mayoría de tres quintos de las Cámaras.
Logrado el acuerdo, han bastado unas pocas sesiones de trabajo conjunto de los dos portavoces en el Congreso, José Antonio Alonso y Soraya Sáenz de Santamaría, para confeccionar la lista, en la que se han acordado cupos rigurosos: la formarán nueve consejeros propuestos por cada uno de los grandes partidos, otro por CiU y uno más por el PNV. Los designados tienen el encargo explícito de elegir a un determinado presidente, que lo será también del Tribunal Supremo, asimismo acordado por las dos grandes fuerzas.
Este nada pudoroso ceremonial se ha envuelto en algunos protocolos irrelevantes: las asociaciones de jueces han efectuado sus propuestas, algún magistrado ingenuo se ha presentado por libre tras recabar las firmas precisas y los seleccionados deberán comparecer ante el Congreso y el Senado para acreditar su solvencia en un interrogatorio en toda regla. Pero nadie duda de que su único aval verdaderamente irrevocable es el respaldo político de que gozan.
En definitiva, y como es habitual, la afinidad política de los consejeros prevalece absolutamente sobre la voluntad de los jueces y magistrados de todas las categorías judiciales y sobre la idoneidad de los abogados y juristas, todos ellos de reconocida competencia, que también la Constitución exige en el artículo mencionado. A partir de ahora, se hablará mediáticamente, con toda la razón, de consejeros del PP y de consejeros del PSOE, y muchas decisiones del órgano institucional estarán claramente determinadas por el correspondiente sesgo ideológico.
Es evidente que cualquier ciudadano consciente y cabal tiene una ideología y unas preferencias políticas, y los jueces y juristas no son seres angélicos capaces de sustraerse a esta norma. Pero es obvio que el espíritu de la ley fundamental no pretende que el Consejo General del Poder Judicial sea un trasunto fidelísimo del Parlamento, con sus mismos equilibrios partidarios, como sucede en la práctica. Es claro que el constituyente deseaba que CGPJ fuera un órgano independiente, formado por profesionales que sobrevolaran las fracturas partidarias, y de ahí la mayoría cualificada que impuso, que en realidad se orilla mediante los cupos: yo acepto tus candidatos a cambio de que tú también votes a los míos.
Lo extraño es que los jueces y juristas que pasen a formar parte del Consejo acepten en silencio este encargo político. Bien es verdad que para garantizar la independencia en algunos países se opta por conferir carácter vitalicio a la cúpula judicial el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, por ejemplo-, pero no debería ser necesario llegar a este extremo, que ya algunos postulan aquí para el Tribunal Constitucional, donde la alineación política es asimismo una deprimente realidad. En todo caso, resulta difícil de entender que ilustres profesionales del Derecho, que por su especialidad deberían ser muy conscientes del cometido que les corresponde, se plieguen dócilmente a los dictados políticos de las cúpulas partidarias. Como si fueran, ellos también, unos simples parlamentarios cuyo mayor mérito es, en general, el de haber acatado sin rechistar la disciplina que impone su organización.
Todo esto constituye una indecorosa obscenidad, a la que con frecuencia se añade la lacra del corporativismo. La opinión pública se escandaliza con frecuencia por la lenidad con que el Consejo trata a los jueces que se descarrían, o que yerran gravemente en el ejercicio de su función lesionando a terceros. Obviamente, todo ello no contribuye a reforzar el prestigio de la Justicia en este país, donde además se mantiene una permanente y quizá voluntaria postración del aparato judicial por falta de medios materiales y humanos.
Se echa, en definitiva, en falta una mayor autoestima del estamento judicial, que debería plantarse ante los otros dos poderes para reclamar exigentemente, si no su independencia plena vivimos en un régimen de cooperación de poderes, más que de separación rígida de ellos-, sí al menos una autonomía intelectual y material suficiente para poder llevar a cabo los fines que les marca la Carta Magna. Tristemente, sabemos todos que podemos esperar en vano a que se cumplan estos designios.
Este nada pudoroso ceremonial se ha envuelto en algunos protocolos irrelevantes: las asociaciones de jueces han efectuado sus propuestas, algún magistrado ingenuo se ha presentado por libre tras recabar las firmas precisas y los seleccionados deberán comparecer ante el Congreso y el Senado para acreditar su solvencia en un interrogatorio en toda regla. Pero nadie duda de que su único aval verdaderamente irrevocable es el respaldo político de que gozan.
En definitiva, y como es habitual, la afinidad política de los consejeros prevalece absolutamente sobre la voluntad de los jueces y magistrados de todas las categorías judiciales y sobre la idoneidad de los abogados y juristas, todos ellos de reconocida competencia, que también la Constitución exige en el artículo mencionado. A partir de ahora, se hablará mediáticamente, con toda la razón, de consejeros del PP y de consejeros del PSOE, y muchas decisiones del órgano institucional estarán claramente determinadas por el correspondiente sesgo ideológico.
Es evidente que cualquier ciudadano consciente y cabal tiene una ideología y unas preferencias políticas, y los jueces y juristas no son seres angélicos capaces de sustraerse a esta norma. Pero es obvio que el espíritu de la ley fundamental no pretende que el Consejo General del Poder Judicial sea un trasunto fidelísimo del Parlamento, con sus mismos equilibrios partidarios, como sucede en la práctica. Es claro que el constituyente deseaba que CGPJ fuera un órgano independiente, formado por profesionales que sobrevolaran las fracturas partidarias, y de ahí la mayoría cualificada que impuso, que en realidad se orilla mediante los cupos: yo acepto tus candidatos a cambio de que tú también votes a los míos.
Lo extraño es que los jueces y juristas que pasen a formar parte del Consejo acepten en silencio este encargo político. Bien es verdad que para garantizar la independencia en algunos países se opta por conferir carácter vitalicio a la cúpula judicial el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, por ejemplo-, pero no debería ser necesario llegar a este extremo, que ya algunos postulan aquí para el Tribunal Constitucional, donde la alineación política es asimismo una deprimente realidad. En todo caso, resulta difícil de entender que ilustres profesionales del Derecho, que por su especialidad deberían ser muy conscientes del cometido que les corresponde, se plieguen dócilmente a los dictados políticos de las cúpulas partidarias. Como si fueran, ellos también, unos simples parlamentarios cuyo mayor mérito es, en general, el de haber acatado sin rechistar la disciplina que impone su organización.
Todo esto constituye una indecorosa obscenidad, a la que con frecuencia se añade la lacra del corporativismo. La opinión pública se escandaliza con frecuencia por la lenidad con que el Consejo trata a los jueces que se descarrían, o que yerran gravemente en el ejercicio de su función lesionando a terceros. Obviamente, todo ello no contribuye a reforzar el prestigio de la Justicia en este país, donde además se mantiene una permanente y quizá voluntaria postración del aparato judicial por falta de medios materiales y humanos.
Se echa, en definitiva, en falta una mayor autoestima del estamento judicial, que debería plantarse ante los otros dos poderes para reclamar exigentemente, si no su independencia plena vivimos en un régimen de cooperación de poderes, más que de separación rígida de ellos-, sí al menos una autonomía intelectual y material suficiente para poder llevar a cabo los fines que les marca la Carta Magna. Tristemente, sabemos todos que podemos esperar en vano a que se cumplan estos designios.