Parque de San Roque
El andar sosegado que la edad me impone me permite apreciar cosas y detalles que los que caminan a ritmo normal quizá no lleguen a observar.
En mis paseos habituales por el parque de San Roque, el mejor a mi juicio, de los muchos de la ciudad, que el andar sosegado que la edad me impone me permite apreciar cosas y detalles que los que caminan a ritmo normal quizá no lleguen a observar. Ya los árboles que flanquean el andén principal, al unir en lo alto sus ramas, dan al paseo aires de bóveda catedralicia, en la que impera el silencio y una frescura que se agradece en las mañanas veraniegas. Pero sucede con frecuencia que la paz del parque se ve alterada, incluso a las once de la mañana, cuando más paseantes hay, por los vehículos barredores y las sopladoras de hojas, que levantan nubes de polvo en el pavimento. Y si denuncio esta disfunción al concejal delegado de Parques y Jardines es porque soy usuario, y los parques son para mí oasis de bosque en la ciudad. Tal vez influya en esta subjetiva descripción de San Roque mi amor a la Naturaleza, al árbol, al bosque, a la floresta, a todo lo que signifique paz, aire puro y silencio, lo que no encontramos en las ciudades. Los parques son para mí como un oasis de bosque en la urbe. En ellos el protagonista es el árbol, reliquia del bosque en que nació y creció, y que desapareció por el fuego o por el hacha.
Sin la presión de ahora por el medio ambiente, porque no había entonces motivos, el hombre taló bosques y florestas para roturar las tierras y transformarlas en campos de cultivo y pastos. Entre todos, acabaron con aquellos bosques que permitían que una ardilla, pudiera saltar de árbol en árbol, sin tocar el suelo, desde los Pirineos a Gibraltar, según Estrabón. Los árboles fueron disminuyendo hasta que el Estado tuvo que intervenir en el siglo XIX para proteger su Patrimonio, prohibiendo o regularizando su tala.
Los campos para hacerlos tierras de cultivo o de pastos para la ganadería, y entre los incendios y el hacha los bosques fueron desapareciendo, al que hubo un tiempo en que, no y poder sembrarlas de trigo, preocupado todavía por el medio ambiente entre el fuego y el hacha del hombre fue talado desapareció.
“Te conocí en aquel bosque/cuando eras árbol gregario, Ni eras alto ni eras grueso/ y tampoco centenario/.Los incendios y las hachas/ Te fueron solo dejando;/Hoy eres un árbol solo/En terrenos esteparios. ¿Y qué fue de tus amigos?/¿por qué a tí no te talaron?/¿Quizá porque eres un pino/Y ellos querían castaño, y al no ser de madera fina/te rechazó el ebanista/para muebles de notario? No sé, mas por lo que sea/ Ya no eres árbol gregario”.