
Pasado perdido
Dicen que el estío, con la vuelta vacacional a nuestros orígenes, es la estación más propicia para la nostalgia.
Nos espera agazapada y ¡zas!: en una canción del verano, una desgastada enciclopedia de la infancia, un achatarrado Seat 600, fotos de excursiones y meriendas en el campo o la plaza, el recuerdo del amor imposible de la adolescencia…
La palabra viene de dos términos griegos: ‘nostos’, regreso, y ‘algia’, el dolor por un retorno que siempre es imposible. Se trata de un helenismo de acuñación moderna como otros vocablos médicos asociados al daño en algún órgano (lumbalgia, fibromialgia, cefalalgia).
El médico y filólogo Fernando A. Navarro asegura que nostalgia más bien describe una tristeza, un pesar y un sentimiento expresado antes en casi todas las lenguas (añoranza en español, morriña en gallego, saudade en portugués). “Responde -explica- al deseo melancólico de volver a casa, al terruño, a los lugares en los que se pasó la niñez y en los que se hallan las personas, a los paisajes, sabores, objetos más estimados…”
Un viejo matrimonio de mi pueblo me confesó que en las largas noches invernales, una vez cerrada la programación televisiva con la carta de ajuste, esperaban la llegada del primer sueño contando las casas que quedaban abiertas, los que se fueron, los que se casaron, los que habían sido novios, los labreños supervivientes, los pueblos y las curvas hasta Calatayud como si fueraen montados en el coche de línea.
Los alemanes disponen del término “Fernweh’ (compuesto de ‘lejanía’ y ‘dolor’), para expresar la nostalgia por los lugares en los que no hemos estado jamás, pero a los que anhelamos ir.
Antes sabíamos y viajábamos a ellos leyendo libros e imaginándolos en los mapas. Hoy solo hacer falta poner la tele o entrar en internet. Quizá deberíamos importarlo. O no, como diría el famoso filósofo pontevedrés Mariano.