Pueblos negros

20/06/2021 - 10:42 José Serrano Belinchón

Me gusta perderme alguna vez por los Pueblos Negros. Son más que contadas las horas que pasé contemplando de cerca el movimiento fugaz de los alevines de trucha desde las márgenes de sus arroyos.

Un amigo valenciano, discípulo de Sorolla, me dijo al asomarse al mirador que se abre desde la ermita de Los Enebrales, que presentía al otro lado de aquellas espectaculares barranqueras de roble y de matorral, un mundo diferente. Luego, con el sol poniente al contraluz, dando vista a las mínimas aldehuelas del contorno en clara tarde de otoño, noté como el ilustre pintor levantino se iba deshaciendo en elogios dedicados al campo, en sentidas exclamaciones, en delirios sin cuento.    Bella España nuestra -me dijo-. Todo divino. Cada vez estoy más convencido de que es imposible pasar indiferente por Castilla; o se la ama con pasión o se la odia con despecho, Aquí no existen los términos medios.

Con los ojos humedecidos por la emoción, ante el sublime espectáculo de las sierras, de los jarales y de los arroyuelos, de los impresionantes roquedales plomizos que se alinean ladera abajo, y de aquellos pueblecitos de oscura piel, mi amigo apostaba por lo primero, por un amor apasionado a estos rincones castellanos, que para su propio mal van perdiendo su primitiva esencia y su virginidad lentamente.

Los Pueblos Negros son, qué duda cabe, la comarca más espectacular que tiene la provincia de Guadalajara, y la más agreste y la más delicada también. Rodean todos ellos en las cuatro direcciones, a más o menos distancia, al padre Ocejón. Se trata de una veintena de lugarejos repartidos en tres rutas diferentes a partir de allí, pero que en conjunto todos disfrutan de un encanto común, de unas peculiaridades idénticas.

Me gusta perderme alguna vez por los Pueblos Negros. Son más que contadas las horas que pasé contemplando de cerca el movimiento fugaz de los alevines de trucha desde las márgenes de sus arroyos. El tacto pegajoso de los jarales, el olor a retama, el viento virgen que peina las praderas, son impresiones en las que he fijado muchas veces la razón de mis deleites. La memoria del Encarna y de la tía Gabina, los ratos de plácida conversación con la abuela Higinia, sentados los dos al pie del fogón mientras ardía la leña y el Ocejón se cubría de nieve; los saberes añejos del señor Florencio Llorente, o los sucesos ocurridos al sin par Juanón de Prádena, contados a propia voz en memoria de su macho Gallardo, son pequeñas perlas que uno guarda con mimo en el joyel de sus mejores recuerdos.