Reformistas ¿o rupturistas?
La única ventaja de cumplir algunos años es que muchas cosas te suenan a 'deja vu'. Ya han ocurrido, más o menos como ahora, pero hemos olvidado la lección. En la primera transición a la democracia -yo sostengo que estamos en la segunda_ la sociedad se dividió entre los reformistas y los rupturistas, más radicales estos últimos en sus planteamientos. Ganó, como todos saben y como era de esperar, la reforma, y las posiciones más intransigentes acabaron enfundándose en la amplitud del concepto 'reformismo', que todo lo tolera y puede, lampedusianamente, hacer que algo cambie para que todo siga igual.
Si le digo a usted la verdad, no estoy nada seguro de que las cosas, por muy poco rupturistas que nos mostremos, vayan a ser posiblemente iguales en esta aceleración histórica, e histérica, que nos ha tocado vivir. Es posible, y hasta probable, que tengamos que mezclar sabiamente conceptos meramente reformistas en algunas cosas, con otros más avanzados y radicales en otras. De ahí, me digo, la ambigüedad de esos programas electorales que indican que casi todo -o casi nada_será posible, en función de la coyuntura interna y externa que nos toque vivir. Porque, tras el abrupto anuncio de referéndum en Grecia, por poner apenas el último ejemplo, ¿quién sabe lo que nos tocará vivir en diciembre, en enero, a lo largo de ese temible y temido 2012? ¿Cómo planificar, con estos mimbres, unos Presupuestos generales del Estado, cómo saber la forma de encarar la reforma laboral, la impositiva?
Volviendo al baúl de los recuerdos, imposible olvidar que allá por la mitad de los años setenta, los moderados de ambos bandos hablaban de la urgencia de las reformas. Y las reformas, incluyendo una Constitución democrática, se hicieron. Ahora, he escuchado y leído a Zapatero, a Rajoy, a Rubalcaba, a Cayo Lara, a los líderes nacionalistas, proclamarse furibundamente reformistas. Porque todos ellos tienen, como usted o como yo, miedo de romper con los viejos esquemas que nos han mantenido hasta ahora. Hace unas horas desayunaba, junto con un grupo de colegas, con un destacado dirigente de la patronal, que nos decía, sin disimulos, que una cosa es lo que dicen los programas electorales de los partidos -sobre todo, del que tiene más posibilidades de alzarse con el poder_ y otra lo que será la práctica tras las elecciones del 20-n: "ahora no se cargan las tintas, luego habrá que cargarlas", señalaba, en un claro aviso de lo que nos espera cuando la ficción de las palabras de la campaña electoral se transforme en dura realidad.
Ya he dicho que los planteamientos, que he estudiado durante horas en los programas electorales, me parecen timoratos. La verdad será otra, y resulta inútil e injusto pedir mayores precisiones a los partidos, porque, simplemente, no pueden ofrecérnoslas: ¿qué saben ellos, qué sabe nadie, lo que nos aguarda? Por mi parte, solamente me queda aferrarme con entusiasmo al concepto de cambio -venga de la mano que venga_y creer que el gran pacto nacional será posible, para devolvernos la confianza que masivamente hemos perdido en nuestros representantes nacionales y europeos. No sé qué hará usted, querido lector, pero yo me asomo con vértigo al abismo de 2012, y ya solamente espero que no nos despeñemos colectivamente por el sendero más estúpido: el que va cuesta abajo y en solitario.