Un paseo por la catedral de Sigüenza


Recordamos la visita que el periodista y literato José Montero, junto a otros compañeros de profesión, realizó a la catedral y la crónica que de ella hizo en La Esfera en 1916.

Periodistas bohemios, inquietos y callejeros. Bajo el original seudónimo de Salvador Monsalud, el novelesco héroe liberal creado por Benito Pérez Galdós, se arrebuja el periodista y literato José Montero Iglesias, un autor hoy solo recordado por investigadores y estudiosos. Vehemente redactor de la revista La Esfera, lúcido ejemplo del periodismo gráfico del primer tercio del siglo XX, vierte sus afanes en escribir artículos y reportajes, modernistas versos, novelas cortas y esmeradas biografías. Su temprana muerte, a la edad de cuarenta años, trunca una prometedora andadura intelectual.

En tiempos agosteños, Montero Iglesias realiza una visita, al tiempo artística y sentimental, a la catedral de Sigüenza, invitado por el deán del cabildo, Blas Hernández Morales, distinguido canónigo que estuvo a punto de ser nombrado obispo de la diócesis. Montero no viaja solo. Le acompañan el también periodista Joaquín Verdugo Landi, conocido como “el detective Ros Koff”, y el fotógrafo Antonio Prats y Salazar. Las emociones y vivencias de esta jornada son recogidas en una hermosa crónica informativa y literaria, ilustrada con varias fotografías, publicada en La Esfera el 30 de septiembre 1916. Un texto firmado con el sobrenombre de Salvador Monsalud.

Espiguemos en tan notable relato. Al contemplar la recia arquitectura de Sigüenza, “presidida por la mole de la catedral y guardada por el castillo", nuestro protagonista exclama: “Esta arcaica ciudad, la que guarda las sombras de Blanca de Borbón y de Cisneros, y donde fue graduado el cura con quien muchas veces tuvo competencia don Alonso Quijano, tiene la solemnidad y el silencio de los pueblos históricos. A sus umbrales debería llegarse a guisa de romero, calzando sandalias y apoyándose en un bordón, como a Compostela o a Santillana y al pisar su suelo debería hacerse a santa Librada, su celestial patrona, una ofrenda tradicional como a Santiago, el del blanco y galopante corcel”.

El galdosiano escritor y sus compañeros, al recorrer las calles seguntinas, encuentran “algunos paseantes, muy pocos, que gustaban de la grata sombra de los árboles en la Alameda. Andaban lentamente y hablaban en voz baja, como si estuvieran dominados por el sopor del día o temieran despertar de su sueño a una ciudad adormilada”. En el barrio de san Roque, “una calle de casas bajas con grandes balcones volados y ventanas con rejas saledizas, las puertas permanecen entornadas velando los anchos zaguanes a la ardiente caricia del sol”, y en las fachadas “flotan amplias cortinas que libran a los misteriosos interiores del beso de la luz”.

Unas campanas rompen el silencio de la tarde. “De pronto rasga el aire el címbalo de la catedral llamando a los canónigos a coro. Nosotros, detalla Montero, con la perezosa languidez del sol y de la siesta, ascendemos por una empinada calle tapizada de hierba”, la calle de Medina. “Una puerta desvencijada nos abre paso a un ancho patio —el corralón— que, flanqueado por los robustos muros de la catedral, igual parece un patio de armas que lugar de servicios domésticos donde se dieran órdenes y se cobraran diezmos… El cimbalillo sigue sonando y sus voces claras caen de la altura como un canto de paz”.

Guiados por el rudo y austero perfil de la catedral, los reporteros acceden a las claustras por una antigua embocadura, hoy cerrada. “Por un callejón abovedado, húmedo y fresco, hemos ganado el claustro donde un canónigo pasea silencioso, recogido el manteo y libre la cabeza, luciendo su tonsura. No hemos suscitado su curiosidad y ha presenciado nuestra irrupción con indiferencia, como quien no quiere distraerse de alguna grave ocupación. Reza o medita. Un criado, pertiguero o guardián, nos sirve ahora de espolique en este viaje bajo las naves de la catedral seguntina. Es un hombre arrugado y tímido, vestido con unas negras hopalandas de recio paño. En sus manos lleva un manojo de llaves que producen al moverse en el aire un son lúgubre. Un triste son de hierro”.

En compañía del servicial asistente, los tres periodistas franquean el interior del templo. Un solemne ceremonial entrelaza altares y capillas: “Cantan los canónigos en el coro y sus voces hondas, litúrgicas, envuelven las vocecillas de los infantes que recuerdan a los seises sevillanos. Llena las naves el fuerte aroma del incienso y en las altas vidrieras de colores juegan los ardientes dedos del sol. Algunas viejas enlutadas rezan o duermen en la penumbra. El guía se detiene un momento junto a la capilla de la Concepción, de marcado estilo mudéjar”.

Bajo los apuntados pliegues de las bóvedas góticas, los viajeros avanzan entre “gallardos pilares revestidos de columnas, unos engalanados con un doble capitel, otros rudos y macizos como restos de un castillo feudal”; dejan atrás “capillas misteriosas y obscuras”, y se deleitan ante la “maravillosa visión de la luz, que penetra por un calado rosetón gótico, que fulgura en la altura como una estrella en la noche”.

Tras este gustoso deambular, los invitados del deán descansan en la espléndida y manierista sacristía Mayor, popularmente llamada de las Cabezas. “Una estancia de traza cuadrilonga, con bóveda de medio punto tachonada de bustos y cabezas de viejos arrugados, blancas doncellas y grotescos bufones. En las puertas, en las ventanas y en la cajonería el cincel ha labrado primorosos relieves”.

Cesan antífonas y plegarias. “Ha terminado el rezo del coro, relata José Montero, y se desvanecen las perfumadas oleadas del incienso. Los canónigos se deslizan por parejas, bajo las naves, con sus severos capisayos forrados de terciopelo rojo. El señor arcediano… El señor penitenciario. El señor doctoral... Los infantes, con el blanco sobrepelliz sobre el encendido ropón, se detienen junto a la sacristía y encienden un pitillo en las brasas del incensario. Luego se sumen en la sombra, mirándonos curiosamente y guiñando los ojos”.

El articulista prosigue: “Va cayendo la tarde. Viene a nuestro encuentro el muy ilustre señor deán, destacando su arrogante figura bajo la majestad de las naves. El viejo de las negras hopalandas le saluda con una humilde reverencia. El prebendado nos guía hasta la capilla de san Juan y santa Catalina, dedicada antaño a santo Tomás de Canterbury”.

En el muro de la izquierda, dentro de uno de los arcos allí labrado, los periodistas contemplan con gozo la exquisita escultura funeraria del hoy llamado Doncel de Sigüenza. La prosa de Montero Iglesias muestra su emoción: “Un caballero reclinado en el lecho está abismado sobre un libro de horas. Viste la cota del guerrero y adorna el pecho con la roja cruz santiaguista. El mármol, blanco y bruñido, trasparenta las venas que azulean ligeramente, dando la sensación de que, pasada la lectura, el caballero dejará su lecho para seguir la historia de sus hazañas. Es don Martín Vázquez de Arce, comendador de Santiago, muerto por los moros en la acequia gorda de la vega de Granada”.

El sentimental paseo toca a su fin. “La luz es más pálida y comienza a levantarse en las naves un aire frío y húmedo, y a nuestra espalda el sol brilla en al atrio espacioso. Vamos a abandonar el templo, concluye el recordado cronista. Las puertas y las verjas de la catedral deben ser cerradas. Laus Deo.