Un paseo por la despoblada Romerosa
Un reciente viaje con amigos, cruzando arroyos y avanzando senderos,me ha permitido visitar la aldea abandonada de Romerosa, entre Aleas y Arbancón.
Con mis amigos José Fernando Benito y Antonio Zurita he podido hacer recientemente un paseo que tenía pendiente y muy deseado: el arribo a la aldea despoblada de Romerosa, un enclave de la Alcarria que ahora yace en el más absoluto de los silencios. Un lugar que tuvo vida hasta mediados del siglo XX, y al que arrastró al olvido ese monstruo inventado por los americanos al que han dado nombre (globalización) e imagen (Armagedón engullendo a sus hijos).
El camino fue fácil, y desde Aleas está señalizado. Para subir a la altura del viejo pueblo, eso sí, hay que cruzar un barranquillo, el del Tejar, que el otro día llevaba en su fondo un nutrido arroyo. En la subida, pudimos ver la fuente del pueblo, en la parte más baja del cerro, manando agua. El campo estaba hecho un pincel, con un tomillo oloroso, y unas higueras creciendo en los rellanos nutridos de sol. El resto, dominándolo todo, el chaparral rumoroso.
La iglesia de Romerosa, aislada entre cerros.
A este lugar fue muy fácil ponerle nombre, en la Edad Media: le denominaron con el adjetivo que le cuadraba por el sitio en que estaba, lleno de romeros. Es lo bueno que tenía la repoblación castellana, que adjudicaba nombres a los lugares en función de su estructura, elementos de la naturaleza, incluso poéticos. A Romerosa (o “La Romerosa” como en escritos antiguos se le denominaba), le calcularon en 1582 tener 17 vecinos (85 habitantes) y en 1787 63 habitantes. El diccionario de Madoz (1847) le adjudicaba 15 vecinos, 60 habitantes. En la Guerra Civil del siglo XX, este pueblo quedó en la línea del frente: al norte los nacionalistas con Moscardó, al sur los republicanos, y en medio ellos, sufriendo bombardeos, la Romerosa. Se fueron todos sus habitantes, y tras la Guerra Civil, y al construir Regiones Devastadas en buena parte de Aleas, allí se quedaron unos a vivir, y otros en Arbancón.
Hemos tenido muy fácil poder llegar a sus restos ruinosos. Un carril de tierra bien adaptado nos lleva tras dos kilómetros y medio de recorrido, desde Aleas. Luego hay que cruzar a pie el leve vallejo del Tejar, cruzando un arroyo que esta primavera trae agua, y se arriba al pueblo. Se encuentra este en lugar estratégico, como en un otero rodeado de dos barranquillos, con su correspondiente arroyo cada uno: el Tejar, y la Romerosa. Encima del pueblo se alza el “Morro Lozano” que tiene una cota de 979 metros. Desde muy lejos se ve, especialmente la iglesia, que hoy destaca en el entorno.
La iglesia de Romerosa en dibujo reciente de Isidre Mones Pons.
El lugar fue siempre pequeño, con una treintena de casas, y pequeños huertos en torno a los arroyos. Más lejos estaban los campos de cereal, y la ganadería, apenas de subsistencia, discurría entre los humanos. Edad Media en estado puro, con una calle única, que llevaba al templo parroquial, y dos cortos tramos (La Callejuela, y el Callejón de las Eras) que partían de él.
Quien visita estas ruinas hoy se fija especialmente en la iglesia, porque a pesar de su derrumbe progresivo aún se mantiene entera. Desprovista de cualquier elemento mueble, que se los llevó el tiempo, los meteoros y los buscadores de recuerdos aldeanos. El templo conserva enteros y altos sus muros exteriores. Solo le falta la techumbre, pero la espadaña de poniente es poderosa, de origen románico, muy estética. Sobre el arco de la portada principal, una piedra tallada nos deja leer con nitidez: “IHS MARIA I JOPHSE FABRICOSE AÑO DE 1706”, que es la fecha de alguna restauración consistente, porque el templo era más antiguo. Debió de tener un atrio protegiendo esa entrada, y quedan firmes aún los contrafuertes (dos al norte, dos al este) que sujetan sus muros. El suelo está cubierto de sillarejo amontonado que ha ido cayendo del remate de los muros, y el interior acumula el maderamen, las tejas y otros elementos de su cubrición, que ya no existe. Pero como el lugar lo adquirió, hace medio siglo, un particular, este ha decidido ahora poner a la venta el conjunto de su iglesia. De lo que queda de ella. Casi 100.000 euros piden por hacerse con la propiedad de este monumento. Su propietario, don Enrique Hontoria, declaraba hace poco a los medios de comunicación que desde que en 1980 compró el pueblo abandonado en una extensión de 60 hectáreas, lo había tenido en venta, y había conseguido desprenderse de edificios y terrenos, pero la iglesia seguía siendo suya, y ahora ha decidido ponerla a disposición de quien le entregue 95.000 euros. Así dice el anuncio que la ofrece: «Vendo iglesia del siglo XVIII con finca de 2.000 metros cuadrados en pedanía de Cogolludo. Zócalos, muros, esquinas, espadaña, contrafuertes y arcada en buen estado. Documentación al día. 95.000 euros».
Romerosa. Vista aérea por Google.
Se hace peligroso deambular por el interior de esta iglesia, porque las estructuras que se apoyan en el muro occidental están muy perjudicadas. Tenía tres espacios: el del centro, para la pila bautismal, que ya no está, un lateral al sur, para albergar el tiro de escaleras que subía al coro, y un lateral al norte, que servía de almacenillo. Todo en peligro de desplome, por supuesto los muros y hasta los techos cubiertos de pintadas y frases nada elegantes, y el fondo de la cabecera con la muestra en vacío del lugar que ocupó el retablo, hoy desmontado.
Del pueblo no quedan más que montones de piedras denotando donde hubo casas. Es llamativo que en poco más de 70 años que el pueblo fue abandonado, la Naturaleza haya hecho una labor tan concienzuda. Las viviendas desmoronadas, los acúmulos de piedra recubiertos de tierra y esta cuajada de hierbas, consiguen un aspecto desolador aunque hermoso.
A Romerosa le ha dedicado un dibujo el artista catalán Isidre Monés, en su reciente libro Estampas de la Guadalajara vaciada. Aunque probablemente él no ha ido por allí, sí que ha sabido retratar con fidelidad este templo, al que en todo caso hay que ver en directo, desde la distancia, o en su caótico interior. A Romerosa hay que ir, en todo caso, a purgar nuestro mal sabor de boca por haber dejado que esta Guadalajara nuestra haya conseguido ver, a muchos de sus pueblos, en esta condición de romántica ruina.