Viaje al Puerto de la Quesera
A estas alturas, como curioso espejismo de los crudos inviernos de la sierra, el campo se cubre de blanco con la flor de la jara.
La idea de viajar al Puerto de La Quesera fue una idea antigua. Todo en la vida tiene su momento y aquella vieja ilusión de tirarse al monte también la tuvo. No era la primera vez que uno ascendía a los techos de la provincia, allá por los confines del llamado Macizo de Ayllón, en los mismos crestones de Somosierra donde vuela mayestático el alcotán, muge el ternerillo lechón, y crecen por milagro en la ladera, junto al brezo y el rebollo, las hayas más sureñas del continente. Apenas toma posición el sol de estío sobre los altos de la sierra, los veraneantes andan por los aledaños de los pequeños pueblos, regando el huertecillo de la cerca y respirando el aire acristalado de la cara oeste del Ocejón, la montaña sagrada. A veces, uno siente envidia de los veraneantes que pasan largas temporadas a pie de monte por estos parajes, hasta que la pálida flor del quitameriendas y las primeras heladas del otoño acaban echándolos de allí. Pero en esta ocasión uno es más afortunado, va más lejos, pasa de largo en buena mañana dejando atrás la torre oscura con incrustaciones calizas de Campillo y la blanca espadaña de Majaelrayo, sobre el plomizo caparazón de las casas del pueblo. Media hora antes tuve ocasión de comprobar, desde el mirador de la ermita de Los Enebrales, cómo la temperatura había descendido de manera considerable, con arreglo a lo que me dejé atrás al iniciar el viaje. A estas alturas, como curioso espejismo de los crudos inviernos de la sierra, el campo se cubre de blanco con la flor de la jara. Llega a los oídos el tintineo que emiten, nadie sabe desde donde, los cencerros del ganado. Son las vacas de cría que vienen a pastar en el ribazo; vacas de pelo negro como la mora, desperdigadas entre las pedreras y los arbustos, solitarias, hieráticas, al amparo de nadie. La carretera es sencillamente aceptable; la han mejorado mucho desde la última vez que pasé por allí cuando solo era una polvorienta pista de tierra y de cantos movedizos. Al pasar, las cuestas pinas se van sucediendo en descensos de vértigo. Aquí un nudo descomunal de lajas oscuras aflora de la tierra como la mano negra de un gigante; al lado una escuadrilla de enebros en desorden, que las dentelladas de la ganadería no dejó crecer. Entre el áspero manto del matorral, destacan al borde del camino los robles centenarios.