Memorias de Adriano

09/08/2025 - 11:48 Jesús de Andrés

Arde el aire en Mérida. Son las once de la noche y el termómetro sobrepasa los treinta grados. La cávea del teatro, repleta, es un mar de abanicos, polícromo oleaje que pretende una brisa que no llega. Imponente acceso a través de los vomitorios de piedra, entre sillares perfectamente ajustados.

La luna creciente asoma más allá de las últimas gradas. La cita es con Lluís Homar, que representa el Adriano de Marguerite Yourcenar, aquel emperador bueno que gobernó en un momento feliz para la humanidad, cuando los viejos dioses estaban muriendo y los nuevos no se habían impuesto aún. Hispano, de Itálica, al igual que Trajano, de quien era sobrino segundo y de quien recibiría el poder, Adriano repasa su biografía tras visitar a su médico, Hermógenes, quien pese a su esfuerzo no consigue disimular su cercana muerte. Consciente de que se encuentra en la última etapa de su vida, Adriano repasa su nombramiento como cuestor, sus días al frente de una legión romana en la segunda guerra dacia, su amor por la cultura griega, su designación como emperador, el inclemente castigo a sus rivales, la guerra en Judea, el mensaje de sucesión a Marco Aurelio y, sobre todo, su relación con Antínoo, joven griego al que convirtió en su amante, su ahogamiento en el río Nilo y el dolor que ello le supuso.

Lluís Homar interpreta con grandiosidad a un Adriano con aires de político contemporáneo. Recita con sobriedad y emoción el bello monólogo de la Yourcenar, soliloquio que es balance, rendición de cuentas, despedida y cierre. Es la suya una reflexión sobre la condición humana en la que aparecen la soledad, el paso ineludible del tiempo, las búsquedas del amor, de la belleza y de la sabiduría, pero también la crueldad y el horror. No comprendo, sin embargo, la dramaturgia arriesgada, innecesaria para este escenario, donde el coprotagonista siempre es el propio teatro romano, con actores que intentan arropar donde no es necesario, donde deben imperar la palabra de Homar, la literatura de Yourcenar, la memoria de Adriano. No hacía falta convertir el magnífico escenario en un plató de televisión, rodear a tan formidable actor de cinco acompañantes que no abren la boca. Me sobran las pantallas, la cámara, las idas y venidas, el subirse y bajarse de la mesa, el vestuario contemporáneo…, mas no me falta nada: la lírica de Marguerite Yourcenar llena la noche, acrecentada, eso se salva, por la coreografía del joven Antínoo, que eleva la emoción.

Antínoo, deificado tras su muerte, fue representado en estatuas y monedas, le fue rendido culto, una constelación recibió su nombre. Ilumina el firmamento, como las piedras del teatro relucen en la noche emeritense.