Miguel Ángel Blanco

14/07/2017 - 12:28 Javier Sanz

“El discurso de la banda fue el de la sinrazóny la prueba del nueve es la situación actual, de renuncia a la violencia”.

El 12 de julio de 1997, a las cinco menos diez de la tarde, Miguel Ángel Blanco, un joven de a pie elegido por voluntad de los vecinos para representar a su partido, el PP, en el ayuntamiento de Ermua, su pueblo, recibió dos tiros en la nuca. El héroe de semejante hazaña era una rata de apodo Chapote, un macarra de esos que desde niños se fijan en los débiles de la clase para extorsionarles y hacerles sufrir pues no gozan de otras aspiraciones en la vida. La rata, como las otras del comando, cayó en el cepo y después fue conducida a la pecera de la Audiencia Nacional, donde el país le puso rostro. Era el odio encarnado en un bípedo. La rata puesta de pie sobre las patas de atrás sonreía. Y desafiaba al tribunal.
    La rata perteneció a la banda que construyó el discurso al margen de la razón y con rasgos de la Cosa Nostra, actuando en contra de una sociedad que como tal se orienta como puede hacia la paz, a sabiendas de que la propia sociedad no utilizará sus medios ni le condenará como Pilatos, entregándole al pueblo, sino que además será el garante de su seguridad y hasta facilitará su reinserción, esto es, podrá, si quiere, vivir con normalidad, como la Tigresa hoy. El discurso de la banda fue el de la sinrazón y la prueba del nueve es la situación actual, de renuncia a la violencia, hasta por los sectores más duros. Se cuestionó la aspiración a la independencia, aunque de una calculada tibieza vienen sacando y sacarán réditos incluso cuando gobiernen otros más moderados, y se reprobó la estrategia para lograrla a través de las armas, sometiendo al pueblo al régimen del terror.
    Miguel Ángel Blanco cumpliría medio siglo el próximo año. Se quedó en los treinta. España bajó a los portales y se echó a la calle. Camino del colegio, mi hija, sólo cinco años, reconoció una tarde  en los carteles de los escaparates “las manos de Miguel Ángel Blanco, papá”. Hasta los niños supieron que las manos blancas eran el símbolo de la paz, de la convivencia. El hijo de un albañil que había trabajado con su padre en el andamio hasta que se colocara de economista, su profesión, había sido asesinado de rodillas y con las manos atadas. El pueblo dijo basta y las ratas corrieron a las alcantarillas. Todo es poco en memoria de aquel ciudadano que creyó que su vida era normal. Por él, hoy lo es la nuestra. Casi.