Sobre mi modestia y linaje

28/01/2017 - 12:45 Ciriaco Morón

El 13 de enero el maestro Luis Monje ha traspasado las nubes y me ha elevado al empíreo.

Cuando escribo procuro analizar algún concepto o explicar algún tema; en ningún caso hablar de mí. Pero hace un mes mi paisano Pío Ranera me ponía por las nubes en Nueva Alcarria, y el viernes 13 de enero el maestro Luis Monje Ciruelo ha traspasado las nubes y me ha elevado al empíreo. Monje Ciruelo me honra con su amistad desde hace muchos años; él puso por primera vez mi nombre en el periódico y yo he admirado siempre su amplia cultura, su compromiso con la verdad y con los intereses legítimos de nuestra provincia—recuerdo sus advertencias sobre el trasvase Tajo-Segura cuando comenzó la construcción—y el arte de condensar sus tesis en la estructura de una breve columna. Yo, que he publicado unos 150 artículos sin extensión prescrita, he admirado siempre al periodista que puede y sabe acomodarse a un espacio fijado de antemano. Monje  alaba mi “modestia”. Ojalá sea en mí una virtud verdadera; la modestia es veracidad: apreciarnos con la debida autoestima y al mismo tiempo aceptar con plena y gozosa conciencia nuestra pequeñez. “La humildad es la verdad”, escribió Santa Teresa; o sea, sentido común, salud mental.
    En su elogio, el maestro de periodistas menciona el origen de mis estudios secundarios en el seminario. Dondequiera que he contado mi vida—entre católicos, protestantes y judíos—he reconocido mi deuda con el seminario diocesano. Pero mi testimonio tiene poca importancia como dato personal; lo importante es que al contar mi historia estoy apuntando a la historia de la educación en toda España. Porque entre 1940 y 1960, si éramos de pueblo y no éramos hijos del médico o del marqués latifundista, los únicos centros que nos dieron acceso a la enseñanza secundaria y universitaria fueron los conventos gratuitos o los seminarios casi gratuitos de la Iglesia. Normalmente se habla con desprecio del “nacional-catolicismo”; pues bien, aquella Iglesia católica permitió a muchos miles de muchachos desarrollar la actitud racional y crítica que luego permitió superar sus aspectos negativos. El papel de la Iglesia en la educación de la primera posguerra es una historia que está por escribir. Yo no puedo escribirla porque necesitaría comenzar con estadísticas serias que ya no soy capaz de hacer; pero algún joven tiene ahí un gran tema de tesis doctoral y futuro libro.
    Alude Monje Ciruelo al oficio de mi padre (e.p.d.): “pastor de ovejas”. Este hijo de pastor comenzó a estudiar piano en 1948 en Talavera de la Reina con D. Eusebio Rubalcaba, el maestro que dirigía la banda de música la tarde en que murió Joselito, el 16 de mayo de 1920. Y siempre recuerdo con emoción que en la primavera de 1950 vino a Talavera la Orquesta Nacional de España, dirigida por Ataúlfo Argenta, y el rector, don Hortensio Velado, nos llevó a escuchar el concierto. En pleno “nacional-catolicismo” ¡un rector sabio llevó a los hijos de pastores y muleros a escuchar a Ataúlfo Argenta! La expresión redundante “pastor de ovejas” merece una explicación que tiene su gracia: en 1970 vino a Filadelfia, donde yo enseñaba, Antonio Márquez, que dos años después publicó el libro Los alumbrados, orígenes y filosofía. Nos hicimos amigos, y recién publicada su obra, visitó Pastrana, famosa por los alumbrados Fr. Francisco Ortiz, el sacerdote Gaspar de Bedoya y por las visitas al pueblo de María Cazalla. Como yo estaba en USA, le enseñó el pueblo don Paco, nuestro médico, tan culto como entusiasta de nuestra historia, y al llegar a la puerta de mi casa le dijo al huésped: esta es la casa de Ciriaco, “hijo de un pastor”. Márquez, perdido en su ambiente neoyorkino, preguntó con cierta prosopopeya: “¿Es que ha habido en Pastrana comunidad protestante?” Y don Paco le contestó en un tono enfático agitando sus brazos: “¡No! ¡Pastor de ovejas!”