Abrazamozas


En Guadalajara, la calle que une la plaza de San Esteban con el palacio de La Cotilla antaño fue de Abrazamozas. Allí una criada fue asaltada por un morisco libinidoso. Pudo zafarse a costa de que se le rompieran los cántaros y el corpiño o cotilla.

Abrazamozas es el castizo nombre con el fueron bautizadas muchas calles de nuestro país y que todavía se mantiene en al menos una quincena de municipios, sobre todo de Castilla y León, Andalucía y Guadalajara, como son Alarilla y Robledillo de Mohernando.

Curioseando un poco sobre tan singular nominación del callejero, no fue difícil confirmar las sospechas de que, tras una apariencia divertida, Abrazamozas hacía referencia a la violencia contra las mujeres, una veces en alusión a lugares de prostitución y otras a agresiones sexuales.

Por ejemplo, la calle de Abrazamozas de Córdoba nos remite a la leyenda de un joven que no podía resistirse a acosar a las mujeres y que se llevó un buen susto cuando creyendo que abrazaba a una bella muchacha, descubrió que bajo su ropaje no había más un frío esqueleto. A partir de entonces, el chico hizo el firme propósito de no volver a soliviantar a ninguna fémina.

En Guadalajara, la calle que une la plaza de San Esteban con el palacio de La Cotilla antaño fue de Abrazamozas. En este caso, dice la creencia popular que una criada se quedó la última recogiendo agua en una fuente que por allí se hallaba cuando fue asaltada por un morisco libidinoso. La chavala pudo zafarse del atacante a costa de que se le rompieran los cántaros y el corpiño o cotilla, circunstancia que acabó designando el palacio donde servía.

Si viajamos hasta la siempre hermosa Zamora, Abrazamozas se vincula con una barriada en la que se ejercía la prostitución. Según se cuenta, en esa zona había un molino al que acudían muchos campesinos provenientes de otras poblaciones donde no había tal artilugio y, mientras esperaban su turno de molienda, se divertían con las mujeres prostituidas.

La bestia humana (1987) de Antonio Fillol Granel. Museo Nacional del Prado. 

Por cierto, en Guadalajara, la vía prostitucional por excelencia era la de los Corralillos, actualmente un pequeño callejón perpendicular a la calle del Ingeniero Mariño. Los Corralillos, fueran los de Abajo o los de Arriba, se caracterizaban no solo por los burdeles, sino también por sus actividades pendencieras. Nada nuevo bajo el sol, puesto que si observamos lo que ocurre hoy en día, la prostitución difícilmente puede disociarse del grave delito de la trata de mujeres y menores con fines de explotación sexual, uno de los tres negocios ilícitos más rentables del planeta junto con el tráfico de drogas y de armas.

Repasando los periódicos alcarreños publicados en la primera década del siglo XX, advertimos cómo la prensa local se hacía eco de los sucesos de los Corralillos con todo lujo de detalles; sin embargo, no empleaba la misma profusión para hablar de la auténtica situación de las prostitutas: marginación, pobreza, desestructuración familiar, abusos sexuales, chicas seducidas por su patrones y despedidas al quedarse embarazadas…

   En 1903, La Región, informa varias veces de intervenciones policiales en los Corralillos en las que se requisaron armas blancas y de fuego, así como de otros altercados. En 1908, este mismo periódico titula como «Celos mal reprimidos» la noticia de que un joven de «24 años de edad, soltero, de oficio carpintero», que mantenía relaciones con una mujer de «27 años, soltera, pupila de una de las casas de lenocinio de la calle de los Corralillos», arremetió contra la mujer con un formón de carpintero, provocándole heridas graves en los costados. La Unión abunda en este comunicado con un poco más de humanidad, poniendo el foco no tanto en los celos como en que había «Una mujer herida», pero, para que veamos cuál era la consideración jurídica de las prostitutas, se nos dice que «la lesionada se encuentra en estado bastante satisfactorio, en vista de lo cual ha sido puesto en libertad el autor de las lesiones».

En 1908 también encontramos informaciones sobre diversas denuncias que connotan cómo la prostitución ha estado históricamente insertada en contextos de delincuencia y, consiguientemente, de inseguridad para las mujeres. Flores y Abejas en 1912, con el título de «¡Vaya con las palomitas!» hacía saber que «En un harem de la calle de los Corralillos bajos, se fueron del pico el miércoles por la noche dos palomas torcaces, llegando a dedicarse tales epítetos, que una de aquellas odaliscas (…) tiró varios tajos con una chaira a su contrincante (…)», apreciándose un tono de chanza que hasta me duele leerlo.

Evidentemente no es correcto interpretar el pasado con los condicionantes del presente, pero el abordaje periodístico de estas situaciones nos indica la ligereza con la que la mayoría social concebía la prostitución, la cual era considerada un mal necesario para el sostenimiento del orden social, una institución social útil para dar válvula de escape a los hombres, especialmente los casados (ay, la doble moral sexual que tan diferente era y es para hombres y mujeres).

Mi opinión sincera es que el meretricio no representa una libre elección de algunas personas, pues en verdad constituye una de las manifestaciones más crueles de la desigualdad estructural existente. La prostitución cosifica a las mujeres, rebajándonos a objetos mercantilizados; se nutre de la trata sexual, cuya mercancía, los cuerpos femeninos, resulta una fuente inagotable de dinero para tratantes, proxenetas y otros oficios que se enriquecen a costa de las víctimas; se aprovecha de la vulnerabilidad social, económica y de todo tipo de las mujeres prostituidas; y pone de manifiesto la deficiente  educación sexual prevalente a nivel global, que debería incidir más en la reducción de la demanda (dicho en plata, una sexualidad verdaderamente igualitaria supondría menos puteros).

En definitiva, la prostitución no es el oficio más antiguo del mundo, sino la explotación de las mujeres y niñas más antigua del mundo.