Alejo Vera el pintor de Numancia
La vida y obra de un pintor humilde
Fue, don Alejo Vera y Estaca, natural de Viñuelas, uno de esos hombres que llegó a la cima del éxito desde lo más bajo y que, una vez logrado, continuó con la humildad que caracterizó sus inicios en el universo de la pintura. Humildad que mantuvo hasta el día de su muerte, de la que no se tuvo conocimiento hasta después del entierro. Don Alejo dio órdenes de que no se notificase hasta que no hubiese bajado a la sepultura, para evitar a amigos y conocidos disgustos y molestias.
Contaba don Antonio Fernández Molina que nuestro hombre nació en Viñuelas por mera casualidad pues su madre, Norberta Estaca –natural de Valdepiélagos-, que viajaba por el lugar en la diligencia que la llevaba a Madrid, el 14 de julio de 1834, sintió las apreturas del parto en la población, allí se detuvo y nació don Alejo. El mismo Fernández Molina nos añade algo más, que sin duda ha de resultar cierto, y sea ello el motivo por el que no encontremos el nombre de nuestro gran artista en la prensa provincial hasta después de su muerte: permanecieron madre e hijo en el lugar por espacio de unos días, y cuando ambos estuvieron en condiciones de continuar el viaje marcharon de allí, donde posiblemente no volvieron en los días de su vida.
A pesar de ello, en Viñuelas nació. Y llevó el nombre de Viñuelas, y el de Guadalajara, a correr mundo en sus documentos, pues nunca renunció a su lugar de nacencia, ni a la provincia.
Don Julián Gil Montero, que fue hombre de corazón guadalajareño hasta las trancas, defensor de todo aquello que tenía aire a miel de la Alcarria, evita en su traza biográfica el accidente del parto para presentárnoslo como un alcarreño de pura cepa. Lo fue tanto o más que Casto Plasencia, con quien compartió amistad y tertulias en el Círculo de Bellas Artes y la Real Academia de San Fernando, además de dejar ambos en San Francisco el Grande de Madrid, una parte de sus obras.
También es cierto que en algunas ocasiones se confundió la provincia de Guadalajara, al hablar de la natal, por la de Valladolid, error que el propio don Alejo se encargó de subsanar cuando a raíz del éxito de uno de sus grandes lienzos, “El último día de Numancia”, saltó a la fama nacional al obtener la primera Medalla de la Academia de Bellas Artes.
No hacía mucho tiempo que Alejo Vera había regresado de Roma, donde llevó a cabo parte de sus estudios de pintura. Marchó en el año 1858 pensionado por don Acisclo Miranda y Forquet, que lo fue todo en la política de su tiempo, y casi todo en el Banco de España. Cuentan las malas lenguas que don Acisclo lo propuso para ser su yerno, ya que una de sus hijas se enamoró del alcarreño. También cuentan que al no ser correspondida en aquellos amores, murió la hija de pena. Aunque esas son cosas más propias del folletín que de la realidad.
A don Acisclo lo sustituyó, a la hora del pago de pensión en Roma el Gobierno español, que lo nombró, por la calidad de su obra, pensionista de mérito. En los veinte años más o menos que permaneció en Italia se dio a conocer como lo que llamaban “pintor de estilo pompeyano”. Habiendo dejado para entonces numerosas obras de importancia, como el “Entierro de San Lorenzo”, que colgó del Museo de Arte Moderno del Palacio de Museos y Bibliotecas, después de que lo hiciese de las paredes del Prado, un cuadro considerado de lo más correcto y sentido de la pintura española del siglo XIX; o “Santa Cecilia y San Valeriano”, que también obtuvo medalla de la Academia en 1862. De aquellos tiempos es también el famoso lienzo que tituló “El tocador de una Pompeyana”, al que siguió “Una comunión en las catacumbas”, que fue adquirido por el Senado español para ornar la biblioteca de la Cámara Alta del Reino.
Fue sin duda uno de los más aventajados alumnos de Federico de Madrazo, pues con Madrazo se soltó en el asunto de los pinceles, cuando desde joven dio muestras de que podía prosperar en el arte de la pintura. Aquella pintura tan destacada en el siglo XIX, puesta en relieve tanto por Madrazo como por cuantos lo siguieron, y que algunos estudiosos del arte dieron en llamar pintura historicista. Aquella pintura que nos trazaba el recuerdo de algunas situaciones históricas, en la que destacaron hombres como Moreno Carbonero, Muñoz Degrain o uno de los amigos de nuestro hombre, y con quien compartió estancia en la Roma universal, Eduardo Rosales. A Rosales, que hizo el viaje a Italia con Alejo Vera lo pensionaba el rey consorte, don Francisco de Asís de Borbón, puesto que era moda de los tiempos que los grandes personajes de la alta sociedad apadrinasen a jóvenes pintores que comenzaban a destacar; o a músicos, o literatos en ciernes.
Alejo Vera se especializó en las escenas de los primeros años del cristianismo, el imperio romano o las glorias griegas. Con antelación a su Numancia, San Lorenzo, la Pompeyana o las catacumbas, expuso obras como “Cayo Graco”, o “La Poesía”; obras en las que luce el color.
Sus éxitos, y la fundación de la Academia Española de Roma, lo llevaron a ser profesor de aquella, y en la década de 1890 a ser nombrado su director con lo que, encontrándose en España hubo de hacer nuevamente las maletas para trasladarse a la ciudad eterna.
Fue sin duda esta década de 1890 la de sus mayores triunfos sociales, pues aparte del nombramiento como director de la Academia romana fue elegido Académico de número por la Real de Bellas Artes, leyendo su discurso de ingreso contestado por Amador de los Ríos en 1892. También fue el decenio en que fue nombrado director de Pintura del Círculo de Bellas Artes, y profesor de colorido y composición de la Escuela Superior de Pintura, Escultura y Grabado, puesto en el que se mantuvo hasta 1904, en que fue jubilado al cumplir la edad reglamentaria.
Entre clase y clase se le concedieron algunas grandes cruces, como la de Carlos III y la de Isabel la Católica, que le dieron el extraño tratamiento de Excelentísimo Señor, del que nunca hizo gala. Ni siquiera cuando fue presentado a la reina regente para hacerle entrega del obsequio que todos los años, coincidiendo con los carnavales, mandaba a palacio el Círculo de Bellas Artes, en la ocasión una pandereta pintada que le fue encargada a don Alejo.
Cuando murió, el 5 de febrero de 1923, contaba con 89 años. Muchos años, sin duda, de una vida, a pesar de la grandeza del personaje, vivida sin las alharacas, atrevimientos o excesos de alguno de sus coetáneos. Era hombre de hablar pausado, costumbres moderadas y un pensamiento que llevó hasta su último día, el de que para triunfar sobran los gestos teatrales, puesto que lo importante es la obra. Y él tenía a sus espaldas una larga e importante obra, pues le llegó el éxito con apenas veinte años, después de que dejase el Instituto San Isidro de Madrid, para iniciarse en el arte del pincel.
De ahí que fuese hombre celoso de su intimidad; que no dejase conocer sus orígenes; que poco o nada trascendiese de su infancia; hasta que apareció en Roma de la mano de don Acisclo Miranda, y que huyese en todo tiempo del ruido y la bambolla. Aunque no faltó a las tertulias de los estudios de sus amigos pintores, o de los cafés de moda de Madrid. Hasta que en la década de 1910, sin duda acusando el peso de la edad, se retiró prácticamente del mundo, para salir de su casa a la Real Academia, o al Círculo de Bellas Artes, y de aquí, de nuevo, vuelta a casa.
En Madrid, en su casa de la plaza del Progreso número 9, en el tercer piso, donde tuvo su estudio, se despidió del mundo después de dejar hechas las últimas recomendaciones sobre su entierro y mortaja, pidiendo que no lo hiciesen con lujos, como entonces era costumbre; que envolviesen su cuerpo en un simple sudario, le hiciesen entierro de pobre y no colocasen sobre su tumba esas inscripciones que en ocasiones llevan al sonrojo.
No tenía familia, salvo la de un nieto adoptado. Hijo de uno de sus compañeros de estancia en Roma, Fortunato Garnelo, quien se convirtió en heredero de su fortuna, y de su obra. A su entierro tan sólo asistieron, además de Fortunato y su hijo, dos amigos más y cuatro de sus alumnos favoritos. Ni a la Real Academia quiso que se notificase su fallecimiento, hasta después del entierro.
Vaya para él nuestro recuerdo. Para uno de los grandes pintores de la España a caballo entre el siglo XIX y el XX. Uno de los nuestros, en estos días fríos en los que nos dejó su ausencia.