Checa, enjalbegar en el Alto Tajo
Artículo publicado el 17 de agosto de 1977.
Si Checa y su término municipal pudieran ser trasplantados, con todos sus pinares, ríos y montañas, a cualquier lugar de la Alcarria, otro gallo turístico le cantaría.
Porque ahora, al precio actual de la gasolina, cuesta cerca de 1.500 pesetas ir y volver desde Madrid, puesto que hay que recorrer casi 500 kilómetros. Lo mismo sucede con los demás pueblos de aquella sugestiva zona de la serranía molinesa, quizá la comarca más atractiva de la provincia. Un viaje a Checa supone, pues, un esfuerzo por la distancia, pero tiene su adecuada compensación, sobre todo si se realiza el día 24 de agosto, festividad de San Bartolomé, Patrono de la villa.
La sugestiva estampa del bello cuartel de la Guardia Civil, con aires de palacete dieciochesco, advierte ya al visitante que no llega a un pueblo vulgar. Antes, el viajero se ha complacido en admirar la belleza del recorrido efectuado desde que asomó al valle del Cabrillas, con pinos por todos los lados y, al fondo, entre praderas y rocas coloradas, el diminuto caserío de Chequilla. Ganas dan de detenerse en cada revuelta de la asfaltada carretera para disfrutar del verdor vegetal de las laderas, del aromático olor de las estepas y de los pinos, del silencio que sólo es alterado de vez en cuando por el ruido de los coches. Luego la carretera llanea unos cinco kilómetros aguas arriba del Cabrillas bordeando las huertas, choperas y mimbrerales del valle.
Al entrar en el casco urbano quedamos sorprendidos por la blancura deslumbrante de sus casas, enjalbegadas al estilo andaluz, como los checanos han visto en sus anuales desplazamientos invernales a las tierras de Jaén. Periódicamente, pero en especial en vísperas de la fiesta, las mujeres checanas, limpias como pocas, se afanan en blanquear la fachada de sus viviendas. Muchos años atrás, lo hacían pacientemente con pellejos atados a la punta de una larga caña; ahora utilizan máquinas, que en un santiamén proporcionan a las casas de Checa su característica blancura. La influencia andaluza se manifiesta no sólo en el níveo aspecto de fachadas e interiores de las casas, sino en el carácter abierto, simpático y alegre de sus habitantes.
Las fiestas en honor de San Bartolomé tienen por ello un carácter personalísimo, que las distingue de las demás fiestas patronales de la provincia, aunque con el denominador común, aquí multiplicado por cien, de la afición a los toros. Si acaso, puede encontrárseles algún parecido con las de Brihuega, justificado por la influencia andaluza que en ambas localidades se advierte. En los checanos, por su estancia con los ganados en las dehesas jiennenses, y en los brihuegos, por descendientes, como es sabido, de andaluces trasplantados a la Alcarria por Carlos III.
Esta blancura urbana y esta contagiosa alegría de Checa llaman más la atención en un pueblo serrano, cuya Plaza Mayor se halla a 1.338 metros sobre el nivel del mar, y donde los inviernos son duros y prolongados. El contraste de Checa con pueblos serranos de otros puntos de la provincia es evidente, y por ello merece ser destacado. El color negro de la pizarra que entenebrece tejados y fachadas de muchas localidades de Cogolludo y Atienza, y el rojizo de la piedra arenisca que predomina en gran parte de la comarca molinesa, han sido sustituidos en Checa por la blancura artificial de sus paredes enjalbegadas.
La agradable impresión que a primera vista produce su conjunto urbano, se acentúa luego al apreciar la limpieza de sus calles, pavimentadas totalmente. Un río, el Gil de Torres, que nace en la Aguaspeña, entre estalactitas y estalagmitas, cruza el pueblo de arriba abajo con sus bulliciosas aguas de montaña, que se precipitan por varias cascadas dentro del mismo pueblo hasta unirse al Cabrillas en las afueras de Checa. Como en Venecia, los checanos pasan de una acera a otra por puentes.
A la sombra del Picorzo, de casi 1.500 metros de altitud, el caserío de Checa asciende desde Barrusios a Terreras pegado a la montaña por un lado, y lindando con las huertas del Cabrillas por otro. Al otro lado del río, los chalés se extienden hasta casi La Espineda, soberbio pinar de fresquísimas praderas y aguas ferruginosas, inexplotado hasta ahora turísticamente, y en el que es fácil ver a los toros pastando la jugosa hierba. Sólo por disfrutar unas horas de la serenidad y belleza pinariega de La Espineda merece casi hacerse el largo viaje a Checa.