Con Nueva Alcarria a los pies
Artículo publicado el 26 de febrero de 1999 con ocasión del fallecimiento de Salvador Embid Villaverde.
Con su querido periódico a los pies -el número del mismo día en que murió-, se me ha quedado grabada para siempre la imagen amortajada de quien fuera mi jefe, mi compañero y mi amigo durante más de cincuenta años. Y no digo casi sesenta, porque antes no era propietario del periódico, aunque yo ya llevaba escribiendo en él, mozalbete de dieciséis años, desde el segundo de su aparición. Estaba acostumbrado a verle en su despacho, siempre con un artículo -sus homilías a medias en la máquina de escribir, o contestando a las numerosas cartas que por su personalidad y carácter abierto y asequible a diario recibía. Tantos años de convivencia profesional suscitaron unas entrañables relaciones amistosas que se extendieron a nuestras familias, por lo que ahora, al fallecer Salvador Embid, siento como si se me hubiera muerto, no el jefe, ni el amigo, sino casi el hermano mayor. Un hermano mayor –y no es momento de hacer un juego de palabras con este cargo que él ocupó en alguna cofradía- con el que tuve ocasión de disentir y discutir -no disputar- más de una vez durante mi época de subdirector del periódico. Porque él, llevado de su espíritu de buen administrador, veía en cualquier iniciativa primero sus repercusiones económicas, y después entraba en sus aspectos periodísticos. Y no lo digo en sentido negativo, sino al contrario, como elogio de su tendencia a lo práctico, virtud que tanto benefició al periódico en los momentos de crisis.
Pero veo que estoy incurriendo en el mismo defecto suyo, del que más de una vez le inculpé cordialmente: su personalismo. Ahora me doy cuenta, sin embargo, de que no se puede hablar o escribir sobre un muerto entrañable de una manera fría y objetiva, como si se tratara de analizar asépticamente una relación que ha conformado, por lo menos en lo que a mí afecta, buena parte de mi vida, la más sentida y más hondamente vivida: la periodística. Cuando se siente uno herido por una pérdida así, hay que recurrir a lo personal, a los sentimientos más íntimos, a los más profundos recuerdos, que en este caso son también evocaciones de juventud. Parece que fue ayer, y era nada menos que a mediados de los cincuenta, cuando él y yo acompañábamos en alguna ocasión al gobernador civil, don Miguel Moscardó, y al presidente de la Diputación, don Felipe Solano, en sus inauguraciones por la provincia. Tenía entonces Salvador Embid 45 años y yo 31. ¿Cómo no sentir ante su cadáver la emoción y el temblor –todavía no en mis manos, pero sí hace tiempo en las suyas- de ese medio siglo transcurrido con nuestros nombres unidos en las páginas del mismo periódico? ¿Cómo no iba a emocionarme, hasta saltárseme las lágrimas, al ver sobre su mortaja el último número de su –nuestro- periódico?. No sé de quién habrá partido -ni he intentado saberlo, porque así es de todos- la conmovedora idea, pero a mí me ha parecido un símbolo de todas las ilusiones de una vida.
Salvador Embid recibió el Popular de Honor del año 1992 de manos del entonces director Pedro Villaverde Martínez.
Afortunadamente tuvo otras muchas, comenzando por las centradas en la creación y educación de su ejemplar familia, institución que él vivía con un sentido patriarcal, pero ha sido siempre Nueva Alcarria, especialmente a partir de su jubilación como funcionario, o sea, desde hace casi veinte años, y aun diría que desde bastante antes de abandonar su actividad oficial, la que vertebró su vida y le dio alientos y nuevas energías para seguir haciendo planes y proyectos y continuar manteniendo su peso específico en la sociedad. “Si yo no tuviera el periódico me moriría”, me comentó más de una vez, afirmación que comprendí perfectamente, porque sentí lo mismo, cuando, a mi vez, me llegó la jubilación, pero continué escribiendo y publicando artículos. A él, más que lo de presidente efectivo y director honorario del periódico, títulos con los que alimentaba su no disimulada vanidad, le llenaba y le satisfacía su colaboración semanal, con la que completaba un tríptico que le permitía sentirse tanto o más importante que cuando, como en sus buenos tiempos funcionariales, era secretario del único instituto de la capital y jefe de Becas, como tantas veces nos ha contado.
Si la vejez es la falta de ilusiones, como se nos ha dicho, Salvador Embid no ha muerto viejo. Le ha llegado su hora precisamente cuando saboreaba la satisfacción de los nuevos locales del periódico, con un despacho luminoso que contrastaba con el falto de luz exterior que antes tenía. Su dinamismo ha hecho buena la sentencia de Balzac de que lo mejor de la vida son las ilusiones de la vida. Él las ha tenido casi hasta el final, y digo casi porque apenas hace un mes me confesó en un momento de desahogo: “Me siento bastante mal, cada día peor, y, chico, casi te diría que no me importaría nada morirme”. Eso me dijo en su nuevo despacho, entre papeles, como siempre, y ahora lo recuerdo como una premonición, porque él, en sus anteriores crisis de salud, nunca se sintió excesivamente pesimista. Salvador Embid ya está en el Más Allá del que tanto se ocupó en sus artículos-homilías. La Luz de que ahora disfruta le hará, sin duda, sonreírse de la que echaba de menos en su anterior despacho. Somos tan mínimos como humanos, que no seríamos nada si Dios, como adivinó Ovidio, no nos hubiese hecho erguir la frente, mirar al cielo y sentir la atracción de las estrellas.