Día del Museo


En el museo de Guadalajara se custodia una presea pictórica del Barroco realizada por el gran Alonso Cano. Me estoy refiriendo al lienzo de la Virgen de la Leche, una obra de una factura y coloración magníficas.

 Esta semana se ha celebrado el Día Internacional de los Museos, qué mejor que volver una vez más al de Guadalajara, decano de los museos provinciales, donde se custodia una presea pictórica del Barroco realizada por el gran Alonso Cano. Me estoy refiriendo al lienzo de La Virgen de la leche, una obra de una factura y coloración magníficas que solo por verla vale la pena desplazarse hasta la capital alcarreña y, de paso, disfrutar de las demás joyas del museo.

Les confieso que me produce una sensación extraña, casi perturbadora, ponerme frente al cuadro, complacerme con los matices que descubro en cada visita y, al mismo tiempo, no poder evitar pensar en la pendenciera vida de su autor, al que la Real Academia de la Historia define de la siguiente manera:

                                           Hombre atormentado, de vida llena de incidencias dramáticas, enérgico de carácter y violento y atrabiliario a veces, su arte resulta de una sensibilidad exquisita, de una belleza serena y una consciente búsqueda de la perfección.

Como ven, parece irremediable darle vueltas a cómo un ser bastante indeseable como era Alonso Cano pudo llegar a la cúspide del Barroco español.  Se dice que su vida «novelesca» (o más bien «canallesca») dificultó un mayor reconocimiento de su obra, la cual posee un estilo muy personal e influyente.

Este artista polifacético del dibujo (por cierto, aprendió a dibujar con su madre, que provenía del municipio manchego de Villarrobledo), la pintura, la escultura y la arquitectura de retablos nació en Granada en 1601. Unos años más adelante su padre (procedente de la localidad ciudadrealeña de Almodóvar del Campo), un prestigioso ensamblador, resolvió trasladarse junto a su familia a Sevilla, donde Alonso Cano se formó en el taller de Francisco Pacheco, el mismo en el que Velázquez estaba concluyendo su aprendizaje.

Virgen de la Leche, de Alonso Cano, 1659. Museo de Guadalajara.

Se casó en 1625 con su primera mujer, María de Figueroa, que moriría al cabo de dos años. En esa breve etapa de su vida obtuvo la licencia de pintor de imaginería, además de convertirse en uno de los examinadores del gremio para otorgar dichas licencias.  Lo cierto es que sobresalía, y mucho, tanto en la pintura como en el diseño y esculpido de retablos, pero también destacaba en el gasto desmedido y en las deudas, las cuales le llevaron a la cárcel tiempo después.

Así pues, en 1631 contrajo un nuevo matrimonio con María Magdalena de Uceda, una adolescente de doce años de edad vinculada familiarmente al mundo artístico −como también lo estuvo su primera esposa−, pero, sobre todo, provista de una cuantiosa y seductora dote. Transcurridos unos años, la pareja se mudó a Madrid, probablemente por una recomendación de su amigo Velázquez al conde-duque de Olivares.

Según la mayoría de los historiadores consultados, Velázquez y Cano fueron buenos amigos, como lo demostraría que el granadino apadrinara al menos a una nieta del genio sevillano (hay fuentes que afirman que fue padrino de otro nieto); no obstante, hay investigadores que ponen en duda la verdadera amistad de los dos pintores por diversas razones, entre ellas el carácter difícil de Alonso Cano.

Ya bien asentados en la corte, el 10 de junio de 1644, tuvo lugar un trágico suceso cuyas sombras persiguen al pintor hasta nuestros días. Su mujer apareció muerta por múltiples puñaladas, sin que llegara a esclarecerse quién fue el asesino ni las causas de tan criminal acto. Alonso Cano fue acusado y luego declarado inocente tras haber pasado por la Santa Inquisición, aunque no por ello las sospechas de que hubiera contratado a un sicario llegaran a disiparse.

El artista decidió ingresar temporalmente en la cartuja valenciana de Portacoeli, aunque pasado cerca de un año regresó a Madrid a recomponer su vida, siquiera la profesional. Uno de los trabajos que más satisfacciones le trajo, por cuanto le abrió la puerta (nunca mejor dicho) a nuevos encargos, fue el arco triunfal que se colocó en la Puerta de Guadalajara con motivo del recibimiento a Mariana de Austria para su boda con Felipe IV.

Tras un sinfín de avatares y conflictos, Alonso Cano terminó sus días siendo presbítero y maestro mayor de las obras de la catedral de su Granada natal. Murió en la pobreza y cargado de deudas tan abultadas que, según se cuenta, ni hubo dinero para pagar unas misas por su alma.

La reflexión ambivalente y contradictoria acerca de esta existencia rebosante de claroscuros (claros artísticos y oscuridades personales) es idéntica a la que mantenemos con otros encumbrados personajes cuya forma de ser nos puede resultar censurable y, sin embargo, su obra ser admirable. Mi posición, susceptible de ser modificada si encontrara otros y mejores argumentos, es que la cultura de la cancelación es inservible e inmadura. En casos como el que hoy hemos tratado, más útil que borrar la historia o juzgar el pasado desde los valores del presente sería mantener la memoria de lo que ocurrió para no olvidar que el patriarcado sigue vivo.