El aullido del lobo

17/11/2018 - 13:12 Javier Sanz

Los Lobos, Aguaviva y otros invitaron no a cualquiera sino a los poetas de arriba que ya son la banda de la película de quien entonces anduvo atento.

Bajo el rótulo de “Aula Manuel García Morente”, autor de uno de los mejores artículos sobre “El Doncel”, se accede al anfiteatro, todo tapizado de madera, de Filosofía A, frente a Derecho. La muestra del público que hace cola silenciosa es de entre sesenta y setenta; altos funcionarios, profesionales de bufetes gama alta y jubilatas de Audi, señoras estupendas que miran todas hacia el Duque viudo de Alba, invitado por Antonio Lobernal que abre el concierto tras la reivindicación de aquellos días de vino –en “Los Porrones” y aledaños de Princesa- y rosas, a cargo de Nativel Preciado, abuelamusa que viste de catafalco y plata vertical. Cada cual de las dos familias entona las canciones de su bando, una hora para Los Lobos y otra para Aguaviva; aquellos con  una percusión de lujo y dos guitarras de refuerzo, éstos con cuatro guitarras en retaguardia, que no tapan un coro de diez voces espléndidas. Mayo del 68 está presente y viene a pelo en este Halloween que resucita a cada cual no ya en su cuerpo –no pica el suelo un solo bastón, ni de ayuda ni por dandismo- sino en su conciencia. En la penumbra del anfiteatro donde hace medio siglo llovían por detrás folios de multicopista con palabras prohibidas como “libertad” o “democracia”, cunde el pensamiento común vertiginoso alertizado por lo que fuimos y en lo que hemos quedado. Cuando correr en la Estafeta era una mariconez –dios me salve, Mecano- comparado con el aliento de los grises porra en ristre por la Avenida Complutense y confluentes. El color uniformado de la policía era el color de España, de una grisura marenga que ya solo pintaba al sur de una Europa, en cuya capital, París, se levantaban los adoquines por ver si debajo estaba el mar, que casi.

España se paseaba los domingos por las faldas de las cordilleras bajo palio, oliendo a incienso, brea y a las tres a pollo al ajillo. Nada pasaba salvo en la Complutense y en la Standard, los cabos que se abrazaban en un nudo de estudiantes y obreros que pedían otro guión que lo visto en los cuarenta años de metraje de Sáenz de Heredia, en blanco y negro pero sobre todo en gris oficial, un gris que se desleía apenas entraba media luz por una rendija, la luz de unas guitarras a las que habían puesto letra, vivos o muertos Celaya, Miguel Hernández, Nicolás Guillén, Blas de Otero, Lorca, León Felipe o Alberti, quien se preguntaba dónde estaban los “poetas andaluces de ahora”, cuya voz no se oía.

La música unió y trajo. En cada garganta, de cantantes y de público, había un mismo deseo que ya no era político sino antropológico, pues cuarenta años del siglo XX eran tres “Edades Medias” de las de Claudio Sánchez Albornoz. Aunque en el “Guyton” de los estudiantes de Medicina no venía tan explicitado, se entreveía que la salud del pueblo necesitaba no ya O2 sino aire fresco. Y llegó en parte, buena parte, por la música que se llamó más o menos y en dos palabras “canción protesta”. Los Lobos, Aguaviva y otros invitaron no a cualquiera sino a los poetas de arriba que ya son la banda de la película de quien entonces anduvo atento. Sonó el miércoles en la Complu el aullido del lobo y recordó que aquello iba en serio y fue posible. Esa, en la caracola de la historia, es la única memoria histórica que conmueve en esta España que ya no tira de poesía ni de acordes, sino que mira por el ojo de la cerradura del gran portón ibérico a la bragueta GH y al micrófono de Villarejo. Y ni siquiera está Forges para suspirar: “¡País!”