Es simplemente ira
Y me sorprende especialmente cómo en un mundo que creemos más diverso y plural, la intolerancia hacia los demás está cada día más patente y se va agudizando hasta el punto de empezar a afectar a algo tan valioso como es la libertad personal.
Cuando empecé este artículo pensaba hablar sólo de la polarización porque es un término que refleja bastante bien lo que pasa hoy en nuestra sociedad, sin embargo, según iba escribiendo me daba cuenta de que había algo mucho más profundo que está en el fondo de esa polarización y esa crispación general, se llama ira. Es una ira provocada por el odio, por la falta de empatía, por la intolerancia, por la falta de respeto hacia aquel que no es igual que nosotros, que no piensa igual o que simplemente es diferente. Es un sentimiento irracional, que nace en la parte reptiliana de nuestro cerebro y que suele manifestarse en momentos de profunda irritación con palabras que se escupen desde las vísceras, sin ninguna reflexión y sin medir las consecuencias.
Esa ira y ese odio que cada vez vemos con más normalidad son los que algunos vomitan en los campos de fútbol o en las redes sociales, amparados por la seguridad que les da la masificación o el anonimato pero que ahora tristemente se está extendiendo a muchos otros niveles de nuestra sociedad. El Congreso de los Diputados es uno de esos lugares, donde vemos cómo los diputados se atacan hasta lo personal y utilizan un lenguaje insultante y barriobajero que no se usaba ni en las tabernas de más baja clase del siglo XVII que retrataba Arturo Pérez Reverte en sus novelas del capitán Alatriste.
Y me sorprende especialmente cómo en un mundo que creemos más diverso y plural, la intolerancia hacia los demás está cada día más patente y se va agudizando hasta el punto de empezar a afectar a algo tan valioso como es la libertad personal. Es tan básico como estás conmigo o contra mí, parece que no hubiera otra opción y que pensar diferente fuera una ofensa.
Ira es no admitir opiniones de otros que no piensa como yo, ira es acelerar en un paso de peatones cuando hay alguien que quiere cruzar, ira es ensuciar las calles porque ya las limpiarán otros, ira es creer que todos los demás son enemigos, incluso en casos tan cotidianos como la fila de un supermercado o la conducción en la carretera. Pero ira también es aquello que aquella señora espetó aquel día en el Congreso de los Diputados, aquello de “Me gusta la fruta”. Estoy convencida de que en cualquier otro país una persona que dice tal chaladura ya habría presentado su renuncia, aunque sólo fuera por vergüenza torera. Ira fue la frase de Mariano Rajoy también en el Congreso de los Diputados cuando le dijo a Zapatero aquello de “usted ha traicionado a los muertos”. La última, la del ministro de Transportes, es simplemente una torpeza que no debería haber pronunciado aunque algunos, y no pocos, lo piensen. Como estas, muchas otras que ni en ese ambiente tabernario de los siglos XVI y XVII llegarían a escucharse.
Me viene a la cabeza la canción de Torrebruno que escuchaba cuando era niña: “Trigres, leones, todos quieres ser los campeones”, porque es perfectamente aplicable a nuestros días aunque hoy esta lucha entre tigres y leones es encarnizada, seamos campeones aunque para ello tengamos que exterminar al otro, aniquilarle, barrerle del mapa. Ya no vale hablar, el diálogo que los padres de la Constitución nos enseñaron en una clase magistral de tolerancia, cesión de intereses y generosidad hoy no vale, está extinto, obsoleto, caduco.
Estamos entrando de lleno en una politización de la justicia y una judicialización de la vida política que ponen en riesgo la división de poderes que teorizó John Locke y materializó Montesquieu para evitar que todo el poder se concentrara en las manos de un solo órgano, estableciendo para ello un sistema de equilibrio y contrapesos entre los distintos poderes del Estado. No hay que mirar al CGPJ para darse cuenta de ello.
Un psicólogo me dijo una vez que la ira no es mala, es un sentimiento más que todos experimentamos en algún momento de nuestra vida y que, igual que la alegría o la tristeza, hay que expulsar y saber gestionar. Por favor, señores políticos y ciudadanos en general, hagan ustedes ese ejercicio, gestionen bien su ira y su odio, expúlsenla en privado y salgan de casa con los deberes hechos para dedicarse a lo que realmente se tienen que dedicar que no es otra cosa, en el caso de los primeros, que hacer nuestros territorios gobernables y nuestros servicios públicos un poco mejores.
Guadalajara ha sido y sigue siendo una ciudad amable, donde es fácil establecer relaciones de vecindad y de amistad, donde ciudadanos y políticos convivimos sin mirar ideologías, donde aún nos podemos mirar a los ojos, donde los debates de nuestros ayuntamientos e instituciones públicas y también en la calle, entre amigos, no están exentos de crítica pero dentro de los límites de la concordia y el respeto. No conozco ni un solo caso, o si no que me corrijan, de debates exacerbados, crispados, fuera de tono, declaraciones ofensivas o ruines en nuestras instituciones que haya saltado a los medios de comunicación o se hayan hecho públicas en todo el período democrático y la verdad, siento cierto orgullo de ello. Ojalá cundiera el ejemplo y desde arriba, desde las alturas a las que se sitúan los señores y señoras del Congreso, fueran capaces de mirar hacia abajo y tomar ejemplo de estas ciudades pequeñas donde el respeto aún existe. Todos deberíamos reflexionar acerca de lo que está pasando, algunos no deberían reflexionar sólo unos días, les haría falta toda la vida. De momento, no sería mala idea ir pidiendo a la empresa esos cinco días hábiles de reflexión, por si hay suerte y además sirve para algo.