Friolento otoño

28/10/2018 - 11:52 Luis Monje Ciruelo

Hay que tener en cuenta (lo digo por si me lee mi presidente) que a finales de octubre la duración de las noches supera en más de sesenta minutos a la de los días, y eso se nota en la frialdad que se acumula en las veinticinco horas sin sol.

Estamos ya adentrados en el otoño, un mes nada menos de los tres de que constan equinocios y solsticios, y lo califico de friolento, o sea de sensible al frío, porque llamarle frío con el tiempo que tenemos sería exagerado. Y quizá nos parezca más frío en las casas que todavía están sin calefacción  porque el presidente, muy ahorrador él, y cumplidor de las normas  se justifica con que en los organismos oficiales la calefacción se enciende el primero de noviembre, aunque hasta entonces esa sensación de frío, más real de lo que quisiéramos dentro de las casas, nos obligue a recurrir a los jerseys y  otras prendas de abrigo guardados durante el verano en armarios y baúles con naftalina, hidrocarburo sólido que en el medio rural es sustituído con ventaja por membrillos del huerto; espliego, romero u otras aromáticas labiadas de montaña tan abundantes en la Alcarria. Hay que tener en cuenta (lo digo por si me lee mi presidente) que a finales de octubre la duración de las noches supera en más de sesenta minutos a la de los días, y eso se nota en la frialdad que se acumula en las veinticinco horas sin sol. Estamos inmersos, pues, en la estación que muchos espíritus sensibles identifican con la tristeza y melancolía, no sólo porque con sus nublos y destemplanzas nos anuncia  el invierno sino porque  también, quizá su pórtico del Día de los Difuntos, influye más en nuestro abatimiento. No hay que desanimarse, sin embargo, porque la Naturaleza nos da ejemplo con su reacción ante la pereza que en los primeros fríos sufre la savia. Las hojas caen y los árboles se desnudan ante la proximidad de los hielos, contrariamente a lo que hacen los mamíferos con el frío. Pero antes los árboles se revisten de la belleza plástica, de la opulencia de su colorido, de la policromía final de las hojas que hacen de las arboledas, concretamente de las choperas de nuestras vegas y de las hayas de Tejera Negra, un espectáculo sin par con el ígneo color de sus rusientes hojas  que dan a nuestros montes y valles. Quien no  se extasíe ante la grandiosidad de ese polícromo espectáculo bien puede decirse que espectáculo  bien puede decirse que tiene muerta su sensibilidad. No debe extrañarnos entonces su  melancolía las cuitas, su pesadumbre de estar triste por vivir, su pereza para enfrentarse las cuitas que son parte de la condición humana. Huyamos del abatimiento, de la tristeza otoñal. No pensemos con Víctor Hugo que la melancolía es la dicha de estar triste.