Galdós y doña Dionisia, duquesa de Pastrana


En ‘El caballero encantado’ , en el capítulo 22 del episodio titulado Cánovas (1912) Galdós menciona precisamente a la duquesa de Pastrana.

Algunos estudiosos (Esteban, Gismera, Davara) han descrito la presencia de Guadalajara, capital y pueblos, en las obras de Galdós, sobre todo en los episodios nacionales. Desde luego, Juan Martinez, el Empecinado (1874) se desarrolla casi exclusivamente en nuestra provincia; Los diez primeros capítulos de Narváez (1902) se desarrollan en Atienza, y en ese mismo episodio, Bibiana, esposa del hambriento erudito D. Buenaventura Miedes, se le había fugado “con el barbero de Zorita de los Canes”. El protagonista de El caballero encantado (1909) es Marqués de Mudarra y Conde de Zorita de los Canes, pero, a pesar de las dos menciones, el pueblo de Zorita no es escenario de ningún hecho. Un texto interesante, porque en él se funden los datos narrativos con la ideología, es el capítulo 22 del episodio titulado Cánovas (1912), donde menciona precisamente a la duquesa de Pastrana. Galdós critica la astucia de los jesuitas para ganarse donaciones y herencias de las nuevas marquesas, títulos dados por Alfonso XII a militares, ministros y burgueses enriquecidos en la segunda mitad del siglo XIX; luego continúa el protagonista de la novela: “Pero todas ellas juntas no llegarán a la inaudita magnanimidad de la eximia Duquesa de Pastrana, que ha legado íntegramente los cuantiosos bienes raíces, urbanos y suntuarios de su ilustre Casa, opulenta rama del árbol del Infantazgo, a los caballeros de Loyola. Esta sacra y militar Orden ha venido a ser casi tan poderosa como el Estado mismo. Constituyen el  cuantioso  donativo el soberbio palacio donde moró Napoleón I cuando vino a poner sitio a Madrid en diciembre de 1808, inmensos terrenos de labor y de monte en el término de Chamartín de la Rosa, donde ya se trata de formar una población suburbana, otro palacio en la Plaza de Leganitos esquina a la calle de los Reyes, las casas de la calle de Isabel la Católica y de la Flor Baja, fincas rústicas en la provincia de Guadalajara, una  millonaria riqueza mobiliaria y muchos cuadros de mérito, entre los cuales había uno de Rubens, muy famoso, que los felices herederos vendieron a Rostchild en tres millones de reales.-Pero  esa  señora-dijo  Casianilla  espantada-no tenía parientes a  quien legar su riqueza?-Sí  que  los  tenía. A unos sobrinos, no sé si en segundo o tercer grado, les favoreció la Duquesa con piadosas mandas para que no les faltase un cocido. No hizo más la señora por la prisa que tenía en subir al cielo para recoger el galardón de su extremada santidad. Los ignacianos, caballeros y caritativos en este caso, determinaron educar gratuitamente a los hijos de la olvidada parentela, y a una sobrina de la santa testadora quieren casarla con un caballero chileno muy rico, para que todos queden contentos». La duquesa era doña Dionisia Vives y Cires, viuda sin hijos del duque D. Manuel de Toledo y Lesparre de Valledor y Salm-Salm, último vástago del linaje que comenzó con Ruy Gómez de Silva y la Princesa de Éboli. Don Manuel de Toledo, hijo extramatrimonial, luego legitimado, del noveno duque don Pedro de Alcántara Salm-Salm, reformó en 1869 el panteón de la parroquia del pueblo, antigua colegiata, y allí depositó los restos de los duques de Pastrana y otros de los duques del Infantado, profanados por los franceses en Guadalajara en 1808. En ese panteón pueden estar los del Marqués de Santillana y allí descansan los de don Manuel, teniendo encima un nicho vacío que hubiera correspondido a su esposa doña Dionisia, marquesa de Cuba. El duque murió en 1886 y la duquesa en 1892. En Pastrana dejó a los jesuitas varias tierras y el palacio ducal, con la obligación de que fundasen un colegio gratuito para los niños y niñas del pueblo (recuérdese que el decreto del Conde de Romanones creando la escuela pública nacional es del 26 de octubre de 1901). Los jesuitas cumplieron su compromiso y hasta los años sesenta del siglo XX tuvimos el Colegio de las “monjas de arriba”, instalado en la que había sido la casa de Leandro Fernández de Moratín. El testamento estipulaba que, si algún día enajenaban el palacio, debían darlo al obispo de la diócesis, y así lo hicieron. Hoy, restaurado por la Universidad de Alcalá, es un monumento esplendoroso abierto al goce de sus visitantes.