La Guadalajara de Clarín

20/03/2021 - 11:18 José Serrano Belinchón

Leopoldo Alas y Ureña vivió en Guadalajara durante varios meses siendo niño. Su padre, don Genaro García Alas, fue gobernador civil de la provincia. 

Estamos en deuda con él. Se llamaba Leopoldo Alas y Ureña. Aunque había nacido en Zamora en abril de 1852, era hijo de asturianos y en Asturias pasó la mayor parte de su vida. Liberal en sus apetencias políticas y afín al partido de Castelar, llegó a servir como concejal en el Ayuntamiento de Oviedo. Como novelista, Clarín marcó todo un estilo con un solo título, ‘La Regenta’, fustigante sátira en la que critica con dureza el ambiente capitalino de la ciudad de Vetusta (Oviedo), sus costumbres y las conductas de muchos de sus personajes. Escribió infinidad de novelas cortas, como ‘Doña Berta’, ‘Adiós Cordera’, ‘Pipá’, ‘Superchería’, bastantes artículos y algo de teatro, como ‘Teresa’.

Clarín vivió en Guadalajara durante varios meses siendo niño. Su padre, don Genaro García Alas, fue gobernador civil de la provincia durante un año o poco más, tiempo que Leopoldo pasó en la ciudad como estudiante, próximo a la adolescencia. El recuerdo de Guadalajara aflora en su obra con nombres y detalles. ‘Pipá’ y ‘Superchería’ son el principal reflejo de nuestra ciudad en la obra de Clarín, cuya acción transcurre en ella, y en la que se advierte un cierto desahogo autobiográfico en varios de los pasajes. Siguen unos párrafos de ‘Superchería’, con escenario en la Guadalajara de finales del siglo XIX.  

«Serrano tal vez no hubiera accedido a los ruegos de su tía si le hubiera propuesto un viaje más divertido; pero aquello de volver a Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la edad de doce a trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar motivos de tristeza, de meditaciones negras, o, mejor, grises; de las que le ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su cabeza a toda clase de soluciones optimistas y pesimistas. Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones, por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el hermoso palacio del Infantado que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó en seguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra. En el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió más personaje que un enorme mastín, que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y se fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol colgado del techo dibujaba, en la pared desnuda, la sombra del perro.»