País de perros

12/06/2020 - 20:03 José María Valero/Guadalajara

Cuando después de 20 llamadas de teléfono consigues hablar un minuto con tu progenitor, la conversación es de angustia.

Me despierto el 5 de junio con la noticia, prolongada de nuevo en el tiempo, de que “CLM no permitirá de momento visitas a residencias de mayores y pide “paciencia y tranquilidad” a familiares.

Tras casi tres meses de confinamiento, y cuando Simón nos anuncia, día tras día, que ya no hay muertes en España por coronavirus, se va levantando el coto al confinamiento, las terrazas de los bares se van llenando, las calles se llenan de paseantes o corredores, y poco a poco vuelve, el que puede, a su puesto de trabajo, aún no podemos visitar a nuestros ancianos. Después del discurso del señor Page, donde le daban igual los muertos, que ya se contarían al final, el Gobierno de CLM sigue valorando más el postureo que a las personas. Cristo dio una respuesta al diablo en una de las tentaciones tras los días de abstinencia por el desierto: “no solo de pan vive el hombre”, que sería bueno recordar en este caso.

Nuestros ancianos, viviendo en residencias, sin la visita de sus familiares, carentes de afecto, de cariño, de un beso, de un abrazo, de una rosquilla que le lleva su hijo, sin que nadie les pregunte qué tal han dormido. Se sienten abandonados a su suerte, deprimidos, tristes, melancólicos, desilusionados de la vida. Si es cierto que los trabajadores de las residencias se pueden esmerar en sus cuidados, pero nuestros padres, madres y abuelos, en su última etapa de vida, no solo necesitan comer y lavarse, necesitan sobre todo el cariño de sus familiares, y eso se les está negando, hasta tal punto que no se morirán de coronavirus, pero se van muriendo de tristeza y abandono.

Cuando después de 20 llamadas de teléfono consigues hablar un minuto con tu progenitor, la conversación es de angustia: “cuando vienes, cada día estoy peor, te echo de menos, ya nadie me quiere, ya casi ni me levanto, me da igual comer que no; sin ánimo de vivir, desaseados, desaliñados y sin atención personalizada…” pero eso a los cabeza pensantes no les importa, hace un mes un anciano era un número que sumar a la cuenta, y ahora es alguien abandonado e intocable.

   Es curioso como empezamos el confinamiento: todos metidos en casa, excepto los servicios esenciales, y los perros que podían salir a pasear. Antes de conocer si los perros transmitían la enfermedad se les daba prioridad para pasear, mientras se recluía a la población a cada uno donde estuviera. Luego, reconociendo su error, se permitió pasear a los niños autistas, función imprescindible para su día a día, y poco a poco nos han dado suelta a los demás por tramos horarios; pero nuestros ancianos siguen recluidos en sus residencias, cual cárcel, sin poder salir y sin poder ser visitados por sus familiares, aunque sepan que están sanos, ni con medidas de seguridad, ni con espacios habilitados para poderse ver sin tocarse, nada absolutamente, toda relación prohibida, porque en este país a día de hoy, lo que importa más que nada, es que los perros puedan pasear  aunque nuestros ancianos se mueran de pena.