Diez años sin Adolfo Suárez
La figura de Adolfo Suárez se agranda como una sombra mientras el sol se va poniendo. Los que tuvimos la suerte de conocer bien su gestión, sabemos que, al margen de tintes cromáticos, su recuerdo emerge del olvido y se manifiesta como una referencia imprescindible.
El tiempo pone a cada uno en su sitio. Esta máxima, utilizada recurrentemente, en la mayoría de los casos se usa para aplicar la paciencia del tiempo en aras de una justa y severa condena, cumpliendo en determinado momento el inapelable juicio sobre el juzgado. No siempre es así, los historiadores agradecen el transcurso del tiempo en forma de perspectiva para valorar con más datos las virtudes de quien es analizado. Quienes destacan son los que permanecen en la memoria colectiva, los que, por sus obras, conoceremos y valoraremos. Son los menos, la mayoría pasamos por este mundo de forma tan efímera como anónima, por mucho que algunos se empeñen en pasar a la Historia y manifiesten su preocupación por cómo hacerlo. Pobres infelices.
La figura de Adolfo Suárez se agranda como una sombra mientras el sol se va poniendo. Los que tuvimos la suerte de conocer bien su gestión, sabemos que, al margen de tintes cromáticos, su recuerdo emerge del olvido y se manifiesta como una referencia imprescindible. Lo que hizo convirtió en grandes a los que le rodearon. No exenta de una legítima ambición, pergeñó desde bien joven lo que luego convirtió en unos de los acontecimientos más estudiados y analizados por la comunidad internacional: La Transición española.
No es que el rey don Juan Carlos encontrara en Adolfo Suárez su mejor aliado, o Fernández Miranda, o tantos prohombres de enorme talla profesional, es que el protagonista del cambio los hizo más grandes. Uno de los problemas más habituales para comprender nuestro pasado es que a veces resulta complejo situarnos en la época. Y cuanto más tiempo ha transcurrido, más difícil. No resulta extraño, por ejemplo, observar a tanto hortera disfrazado de “culto” pretendiendo liquidar las virtudes -con sus inevitables sombras- de nuestra repoblación de las Américas bajo la atenta supervisión de Isabel la Católica. Que les pregunten a las reservas indias lo que hicieron con ellas holandeses, ingleses o franceses en el norte del continente.
Respecto a nuestro protagonista, como don Juan Carlos, qué pocos se hubieran sacudido todas las prebendas del poder después de haberlo heredado todo. Yo no he tenido nunca poder, pero observando las locuras que se cometen hoy con tal de conservarlo, la generosidad de aquéllos me resulta admirable. Suárez quiso que fuéramos los españoles los que ejerciéramos ese poder, regulado por una Constitución, que camina hacia su medio siglo en vigor -qué barbaridad-, para que fuera el pueblo español el que tejiera su futuro. Por mucho que ahora algunos se ufanen, en tics mimetizados de aquella clase política que duró hasta Felipe González, la concordia no la han inventado ellos, ni la memoria mejor analizada. Deberían empaparse de la Transición en lugar de mirarse al espejo. Pero cabalgan con los ojos ensangrentados y los cerebros secos. Paradójicamente, el único cerebro que se olvidó de sí mismo fue el del propio Adolfo Suárez. Afortunadamente muchos, la gran mayoría de los españoles, conservan en su memoria cuanto hizo y nos entregó. Con la generosidad de quien conoce que el servicio a los demás es lo que justifica la acción política en lugar de servirse a sí mismo.
El actual presidente del gobierno no puede salir a la calle espontáneamente porque el personal le abuchea. Suárez se daba baños de masas bajo besos, aplausos y vítores. Después de fundar el CDS, en uno de esos encuentros con tanta gente que le admiraba, les decía “Quiéranme menos y vótenme más”. He ahí la diferencia, que no es poca.