Ese cómplice de papel
En este apabullante romanticismo que me consume con la edad, tras el fallecimiento de Victoria Prego recuerdo cómo el papel y las ondas nos orientaron el 23F y, en general, durante la Transición.
Enano, baja a por la prensa, anda”. Orden paternal que obedecía de inmediato bajando al quiosco más cercano a casa. Por entonces, el Ya o el ABC, dependiendo de la época. Tres pesetas el ejemplar quedándome con las dos sobrantes del duro que me daba. Esas para regaliz o pastillas de leche de burra. Hablamos de finales de los sesenta, o por ahí.
El periódico formaba parte inexorable de nuestra casa, bien en el despacho del “pater”, en el cuarto de estar o en la cocina. La tensión crecía cuando no aparecía en ninguna de esas dependencias. Con los años ampliamos la compra a dos o incluso tres rotativos llegando los hermanos a discutir por quién se hacía antes con alguno. Habiéndose dedicado mi padre a la cosa pública, bien por su profesión o por su vocación política, el nivel de información era considerable. Uno de los mayores placeres era leer la prensa a la hora del aperitivo los fines de semana. He de reconocer que disfrutaba más de los artículos de opinión que de las crónicas. Igualmente, cómo no, de las ilustraciones o las fotografías. Volviendo la vista atrás resulta milagroso que un producto, por lo general, tan bien acabado fuera tan barato. Y, además, diario.
Los grandes periodistas fueron también prestigiosos escritores, a la fuerza ahorcan. Desde Jovellanos como referencia histórica obligada, hasta la actualidad, un gran grupo de elegidos han configurado la historia del periodismo español. Sería inútil, e injusto, citar a algunos, pero todos recordamos a nuestros preferidos, con los que mantuvimos una complicidad casi íntima. La intimidad plena la reservo a otros sentimientos.
Con la paulatina desaparición del papel, el perfil idealizado de nuestros protagonistas se ha ido pixelando, llegándose a convertir en casi un holograma. La imagen y la voz han ido ganando terreno a la pluma y esa intimidad de la que hablaba se ha convertido en una cuota “share”. En mi niñez se decía que no hay nada con menos valor que un periódico del día anterior. Ahora las noticias son fugaces y el protagonismo de las exclusivas duran menos que un suspiro. Por no hablar de cuánto las “fakes” han contaminado los trabajos mejor intencionados. Ahora dicen que la gente joven ya no ve los telediarios ni escucha la radio, que prefiere informarse en las redes sociales o, lo que es peor, las que paren con la fertilidad de las ratas memes o “influencers”. Que no digo yo que haya gente respetable y valiosa pero, ¡ay!, que lejos me quedan.
En ese apabullante romanticismo que me consume con la edad, tras el fallecimiento de Victoria Prego -más narradora que periodista-, recuerdo cómo el papel y las ondas nos orientaron el 23F y, en general, durante la Transición. O de qué manera los universitarios lucían El País bajo el brazo como si fuera un bolso de Loewe. O esa forma, castiza y elegante, de sentarte, cruzar las piernas, abrir la sábana e ilustrarte. Pero el papel, ese cómplice, murió. Ya lo escribió Bécquer en Las hojas secas: “- ¿Y adónde vas?” –“No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?”.