Tardes de fútbol
Ante el escepticismo político que hoy nos inunda, utilizamos el fútbol, una vez más, como vía de escape. Las grandes competiciones nacionales e internacionales nos cautivan.
En los aledaños de la entonces vetusta estructura, de hierros y hormigón, en los días grandes olía a pipas de calabaza y humo de los cigarros puros, mezclados al vapor del coñac, “el calorcito”, lo ofrecía el vendedor con su chaqueta blanca y correaje del cajón de bebidas. Yo aquel día iba en la tropa de un ingeniero veraneante seguntino, familia numerosa, -se trataba de que yo entrara al campo de gañote, algo normal entre tanta chavalería todos socios de carnet, entonces no había ni tornos para acceder-. “Toma, Ramón, te he traído unos puros”. “¡Gracias, don Rafael, pasen, pasen, hoy hay buena entrada!”. Así crucé por primera vez el templo, el Santiago Bernabéu. Después de subir varios anfiteatros, al llegar al último vomitorio de acceso al campo, me creí un César al pasar por el arco del triunfo, un despliegue colosal de colores presidido por ese tapete mágico de color verde se ofrecía generoso a mi mirada atónita, teniendo en cuenta que sólo había visto el fútbol por el blanco y negro de la televisión. Siempre estaré agradecido al patrón de esa familia el que me despertara tan rica afición.
El fútbol entonces, hablo de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, era el gran fenómeno de masas en una España todavía en gris. Hasta unas décadas anteriores competía con los toros, pero los “once en calzoncillos detrás de una pelota” generaban furor. No en vano el mundo del toro es Arte que, enfrentado al espectáculo deportivo que exportábamos internacionalmente, quedaba algo cohibido. Por entonces toros y política no se mezclaba, hasta que los miopes de la razón y linces del sectarismo decidieron intoxicar tan magna cultura. Curiosamente, no pasaba lo mismo con el fútbol. Franco utilizó los éxitos del Real Madrid para exportar su régimen ante la paciencia de don Santiago Bernabéu, que nunca fue franquista por más que quieran los acomplejados denominar al Real Madrid como el club del régimen. El más beneficiado por las prebendas del dictador fue el F. C. Barcelona, por aquello de contentar (y agradecer) los vítores de los catalanes en cuanto veían al Caudillo.
También en aquella época se utilizó el fútbol como “el opio del pueblo”, “Me gusta el fútbol, los Domingos por la tarde es la mayor de mis aficiones”, que incluye un guiño frívolo sobre el adulterio; sin móviles y en el fútbol, imposible que la esposa te pillara con la amante, la primera que empezó a ampliar a ese deporte la pasión femenina. Se rompió también el tópico intelectual por el cual a verlo iban sólo los obreros. Esa dicotomía no existe en Latinoamérica, el taxista tan pronto te habla de Borges como luego recita la alineación del River en el último derby de la Bombonera. Empezamos a ver a grandes empresarios, ya no les avergonzaba que les fotografiaran en el palco de la Castellana. Garci, gran embajador con sus cámaras de los mejores acontecimientos futbolísticos, guio a muchos por el sendero cultural del balompié. A partir de ahí, hasta premios Nobel están presentes en los grandes eventos. En el periodismo dicen que no hay cronista político que se precie que antes no haya hecho artículos deportivos.
Ante el escepticismo político que hoy nos inunda, utilizamos el fútbol, una vez más, como vía de escape. Las grandes competiciones nacionales e internacionales nos cautivan y hay semanas que vivimos contentos por la parrilla que nos depara la televisión, confirmando que suele pasar lo de siempre. La fachada del Bernabéu ya no es de hierros y hormigón, ha sido sustituida por nuevos materiales que le dan aspecto de ciencia ficción. Ya no existe “el calorcito” porque está prohibida la venta de alcohol en la mayoría de los recintos futbolísticos. No huele ni a pipas de calabaza ni al humo de los puros. Pero se encienden las luces y algo mágico nos llega. Comienza el espectáculo.