Relato de una magna exposición

19/07/2020 - 12:28 Emilio Fernández Galiano

Rembrandt  viajó a Sigüenza de la mano del hijo menor de la príncesa de Éboli, otro Mendoza, y aquí descubrió el vino y el asado.

Cuando los primeros carruajes cruzaban la resplandeciente Plaza Mayor de Sigüenza, allá por el siglo XV, pocos eran conscientes de estar en una de las joyas arquitectónicas del renacimiento español. Seis siglos más tarde, buena parte de las joyas de la pintura española y europea ocuparían su espacio sobre el mismo empedrado.

El Cardenal Mendoza ya intentó que Berruguete instalara uno de sus estudios en la ciudad mitrada y, ante su elegante desprecio, sus sucesores en el obispado recurrieron a un pintor griego que se había alojado en tierras toledanas. Las primeras visitas de Domenikus a la ciudad del Doncel cautivaron a sus pinceles y a sus pulmones, maltrechos como su vista, y el Greco finalmente dejó testimonio para la posteridad.

Por entonces un pintor holandés enloquecía a los dos Reyes Felipes del momento, III y IV, y convencieron al neerlandés para que cediera parte de su obra a la España del imperio ya en decadencia. Rembrandt  viajó a Sigüenza de la mano del hijo menor de la princesa de Eboli, otro Mendoza, y aquí descubrió el vino y el asado.

 

Claro,  que ya teníamos a un sevillano, de la mano del mismo Pedro González de Mendoza, que a la postre sería universal. Don Diego Rodríguez De Silva y Velázquez, conocido por su segundo apellido y pintor de cámara de Felipe IV. Le gustaba frecuentar el palacio episcopal, por recomendación del monarca, pero a veces se perdía entre la plebe, allá por el castillo y las primeras travesañas,  para pintar borrachos, enanos y bufones. Y a alguna otra bella dama ligera de prendas. Quiso retratar al rey para dejar su semblanza en tierras  seguntinas, sin conseguirlo. Siglos más tarde se desquitó un humilde pintor de la localidad.

Otro Obispo de Sigüenza, Juan Díaz de la Guerra, convenció a otro genio de la pintura, Francisco de Goya, para que trabajara en nuestra ciudad. El de Fuendetodos era más imprevisible que su antecesor sevillano, y apenas se le veía salvo de madrugada, bajando del camposanto, allá por la Raposera. Decía que tenía sueños, pesadillas y calmaba su ansiedad cobrando pingües honorarios a su rey, Carlos IV, al que retrató con su familia en menos tiempo que Antonio López.

Joaquin Sorolla, como otros tantos ilustres,  llegó a Sigüenza por terapia, o mejor dicho, la de una de sus hijas, y aquí quedó parte de su descendencia con obras en colecciones particulares que bien podrían salir alguna vez a la luz. También retrató varias veces a Alfonso XIII, siendo el más famoso el cuadro pintado en el Retiro de Madrid, cuando realmente lo pintó en la Alameda de Sigüenza.

Cánovas y Romanones, también con descendencia seguntina, procuraron atraer a los genios de la pintura contemporáneos a nuestra ciudad. El pasado lunes, García Page y sus colaboradores atrajeron a esos genios a Sigüenza. Como los obispos y los reyes, ninguno había cogido un pincel, pero cautivados por la pintura inauguraron una magna exposición de obras reproducidas en calidad  del Museo del Prado y cuyos autores forman parte de este relato. Sin duda creativo y algo provocativo pero, al fin y al cabo ¿qué es el Arte?