Amores que matan

25/01/2020 - 17:06 José Serrano Belinchón

No se amigo lector, si has leído alguna vez o has escuchado la historia de Sancha: una tradición valenciana que popularizó Vicente Blasco Ibáñez.

No se amigo lector, si has leído alguna vez o has escuchado la historia de Sancha: una tradición valenciana que popularizó Vicente Blasco Ibáñez, en la que nos habla de un pastorcillo de la Albufera, que a diario guardaba un rebaño de cabras por la inmensa llanura de junto al mar. Los barqueros lo solían escuchar cada mañana desde muy lejos: ¡Sancha!, ¡Sancha! Era una serpiente pequeña, su única amiga. Sancha acudía a sus gritos y el pastor, ordeñando sus cabras, le ofrecía un cuenco de leche. En las horas de sol tocaba su caramillo de caña con el pequeño reptil puesto de pies, enderezando su cuerpo como si quisiera danzar. Otras veces se entretenía en deshacer los anillos que Sancha hacía con su cuerpo. Cuando el pastorcillo se cambiaba con su rebaño a otro lugar cercano, la pequeña serpiente se iba tras él. Otras veces la tomaba cuidadosamente y se la llevaba enroscada a su cuerpo. La serpiente crecía y el pastorcillo era ya un hombre cuando los habitantes de la Albufera dejaron de verlo. Se dijo que se había ido de soldado y que estaba peleando en las guerras de Italia. Sancha se quedó allí y siguió alimentándose con los conejos que se criaban entre las junqueras.

            Pasaron ocho o diez años cuando los habitantes de la comarca vieron llegar a un soldado apoyado en un palo y con la mochila a la espalda. Era el pastor, deseoso de encontrarse en las tierras de su niñez. Sus grandes bigotes impidieron que la gente lo pudiera reconocer. En las charcas, ocultas bajo el matorral, chapoteaban las ranas asustadas ante la proximidad del soldado. ¡Sancha!, ¡Sancha!, llamó suavemente el antiguo pastor. Silencio absoluto. ¡Sancha!, ¡Sancha!, volvió a repetir con toda su fuerza. Enseguida vio que la hierba se movía, con un estrépito de cañas tronchadas, como si un cuerpo pesado se arrastrase. Entre los juncos brillaron unos ojos a la altura de los del muchacho, y vio avanzar una cabeza achatada moviendo una lengua en forma de horquilla. Era Sancha, enorme. ¡Sancha!, gritó el soldado. ¡Cómo has crecido!, ¡Qué grande eres! Intentó huir; pero la antigua amiga que lo había reconocido se enroscó alrededor de sus hombros, estrechándolo con un anillo de piel rugosa, sacudida por nerviosos estremecimientos. ¡Suelta Sancha, suelta!, ¡No me abraces! Otro anillo oprimió sus brazos. La boca del reptil le acarició el bigote. Su aliento le intentaba acariciar causándole un escalofrío angustioso. Los anillos se estrechaban hasta que el soldado, asfixiad, cayó al suelo envuelto entre pintados anillos. A los pocos días, unos pescadores encontraron su cadáver. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga.