Dios, patria y Rey

11/11/2018 - 13:01 Ciriaco Morón Arroyo

El amor a la madre patria es el empeño en trabajar para el bienestar de todos sus miembros y de defender la moral frente a todo tipo de corrupción y mezquina codicia. 

 

El gobierno nacional, sus colaboradores podemitas y algunos alcaldes atacan a la Iglesia, la enseñanza religiosa y hasta la propiedad de muchos edificios de culto, como es notorio con la catedral de Córdoba. En este caso, los católicos debemos dar en público testimonio de nuestra creencia, aunque sin ningún alarde fundamentalista, que sería tan irracional como el ataque resentido de los adversarios. En definitiva, los bienes de la Iglesia son bienes del pueblo, que también es iglesia, pero no son de los pirómanos que desde 1835 redujeron muchos a ruinas o los vendieron. Una nueva ocurrencia del resentimiento es prohibir que las bandas militares solemnicen las procesiones religiosas. Muy bien; frente al gobierno, las cofradías contratarán bandas que acompañen esos pasos con los que la sociedad da testimonio abierto de su fe. Ya sabemos que en algunos las procesiones son folclore y espectáculo más que religión; pero incluso entonces siguen siendo el rescoldo de verdaderas creencias y en la mayoría de los participantes son el fuego vivo capaz de alimentar una fe sincera. ¡Dios! La ciencia moderna ha dado explicaciones racionales de fenómenos que antes se atribuían a la intervención de dioses demonios; la ciencia ha destruido mitos, pero no ha descubierto nada contra la existencia de Dios, única fuente de sentido para nuestra vida: “porque si tú existieras, existiría yo también de veras” (Unamuno). 

Patria: Cuando yo era adolescente oí que tenemos cuatro madres, primera: la que nos llevó en su vientre, nos dio a luz con dolor y nos alimentó en cuerpo y espíritu hasta que pudimos ser libres. Segunda, la Santísima Virgen; tercera, la Iglesia, y cuarta, la patria. En aquellos años leí también en el poeta Horacio: “Dulce y honorable es morir por la patria” (Odas, lib. III, 2, v. 13). La sentencia se asimiló en el cristianismo y tuvo una primera concreción en las cruzadas, donde se prometía que morir en defensa de la religión era el camino más corto para el cielo. Después, cuando se creía que los reyes lo eran por la gracia de Dios, sacrificarse por su honor era una obligación y un sacrificio honorable. Esas creencias han muerto y están bien enterradas. Hoy no podemos justificar la muerte de ninguna persona por intereses de presidentes imperialistas generalmente movidos por cálculos electorales. La única razón justa para morir por la patria sería la defensa de la libertad frente a invasiones tiránicas. El amor a la madre patria es el empeño en trabajar para el bienestar de todos sus miembros y de defender la moral frente a todo tipo de corrupción y mezquina codicia. 

Rey: La monarquía está siendo atacada por los comunistas. Ortega y Gasset dijo en 1914: “Somos monárquicos porque España lo es”. Como en el caso de la patria, hoy el rey no es una persona sagrada con derechos “divinos”, pero la monarquía se justifica por la razón histórica: representa la unidad nacional con una tercera dimensión que es la profundidad en el tiempo, en España desde Ataúlfo (412-415, asesinado en Barcelona) a don Felipe, pasando por las vicisitudes conocidas. En 1975 el rey Juan Carlos introdujo la democracia y en 1981 la defendió frente a nostalgias dictatoriales; pero los méritos personales de un rey no deben decidir sobre el sentido de la institución. 

El título de mi artículo recuerda el lema carlista del siglo XIX. Hacia 1980 coincidieron en un congreso de humanidades los profesores Juan Bautista Avalle Arce (comprobar su obra en Google) y Antonio Márquez, el autor de Los alumbrados, orígenes y filosofía (1972). Avalle Arce era argentino, pero descendía de españoles y se llamaba “Marqués de la Real Lealtad”, título dado a su bisabuelo por el pretendiente Carlos VII. En un momento Márquez dijo en público: “Avalle Arce y yo somos carlistas; él de don Carlos Hugo y yo de don Carlos Marx”. Tanta distancia puede haber entre varios tipos de carlismo; yo me encomiendo a San Carlos Borromeo.