El cura de pueblo


También hoy se dan casos de crítica frívola y rencorosa a los sacerdotes, y ya sabemos que algunos partidos políticos luchan desde el estado no católico para que la nación deje de ser católica.

En el artículo publicado el 17 de septiembre, en el que lamentaba el caso de Monseñor Novell, fundamentalmente por el dolor anejo a su crisis, terminaba elogiando al heroico grupo de sacerdotes de nuestra diócesis, que trabajan a diario y en todo tiempo para mantener viva nuestra fe. Al referirme a ellos recuerdo un libro muy extendido en los años cincuenta: Diario de un cura rural, de Georges Bernanos. En esa obra se narraban los sufrimientos de un joven sacerdote que no era aceptado en el pueblo a donde se le había enviado. También hoy se dan casos de crítica frívola y rencorosa, y ya sabemos que algunos partidos políticos luchan desde el estado no católico, para que la nación deje de ser católica.

  El problema hoy es que en la España vaciada es imposible atender a todas las parroquias. Hace unos días me decían unos amigos, católicos ejemplares en un pueblo del señorío de Molina, que solo tenían misa un domingo sí y otro no, y en el directorio diocesano he visto que para bastantes sacerdotes es normal la atención a diez parroquias, y en el caso más extremo, diecisiete. Esta situación hace muy difícil la vida del sacerdote; su peligro más duro es la soledad, aunque parece que algunos superan esa plaga viviendo con otros compañeros, con lo cual alimentan el ideal de apostolado que los llevó al sacerdocio. ¿Y quién es ese sacerdote cuyos antecesores podían vivir tranquilos en su casa parroquial, mientras él debe estar en permanente alerta para dar los últimos sacramentos o presidir el entierro del enfermo y el difunto en cualquiera de sus numerosos anejos o pedanías? Ese cura ha estudiado 12 años de carrera: comenzó con el bachillerato, siguió con tres años de filosofía y terminó sus estudios después de cuatro años de teología. En los antiguos seminarios los cursos teológicos le preparaban al candidato para ordenarse de presbítero, pero no le daban ningún título; los seminaristas de ahora suelen estudiar los últimos años en institutos teológicos que otorgan el título de licenciado, y muchos han abrazado el sacerdocio una vez terminadas sus carreras civiles, ya que en los pueblos de la España despoblada no hay jóvenes candidatos a los seminarios. Hace muchos años Campillo de Dueñas era famoso por el alto número de vocaciones religiosas que alimentaba; no sé cuántos jóvenes habrán elegido en este momento la vocación de servicio y ayuda que escogieron sus viejos paisanos. El sábado, 9 de octubre, en el periódico Religión Digital había un artículo elogiando la obra de nuestro obispo don Atilano, al que llamaba “obispo de pueblo y para el pueblo”. ¿Y quién es ahora el pueblo? Todos: ricos y pobres, los colaboradores fervorosos y los desviados, unos más respetuosos y otros menos, que consideran a la religión desplazada “por la ciencia”. Lo curioso de la ciencia es que, según avanza, no desplaza la religión, sino los mitos y la ciencia de generaciones pasadas.

  Los que hoy creemos en la igualdad total de la mujer y el varón podemos recordar las ideas sobre la mujer de Unamuno, Ortega y Marañón en pleno siglo XX, que reflejan una ciencia trasnochada sobre la condición femenina.Para nosotros, en cambio, el papel de la mujer en la sociedad es el mensaje del Nuevo Testamento. Sacerdotes de nuestros pueblos: vosotros sois, junto con los sanitarios, los profesionales del bien. Para vosotros son las palabras del Sr. Obispo en El Eco del 17 de octubre: “Los misioneros, que han dejado todo por fidelidad a la llamada del Señor, nos recuerdan… que el anuncio del Evangelio continúa siendo el primer servicio que la Iglesia debe prestar al hombre de hoy para ofrecerle la salvación de Dios (y) ayudarle a descubrir el sentido de la vida”.