El pueblo del oro
En los últimos meses, los vecinos de La Nava de Jadraque han vuelto a escuchar una palabra que creían enterrada bajo un siglo de silencio: oro. La solicitud de nuevos permisos de investigación minera en la Sierra Norte de Guadalajara ha reabierto un debate que se siente como un eco del pasado. Esa palabra conduce inevitablemente a la misma pregunta: ¿qué queda hoy del sueño dorado que alguna vez marcó a este pueblo del oro?
En la ladera silenciosa de la sierra, donde los vientos gélidos del invierno se aferran a la roca y el sol de verano revela grietas en la pizarra, La Nava de Jadraque se alza como un testigo discreto. A finales del siglo XIX, este lugar fue conocido como pueblo del oro, un reconocimiento más simbólico que real, pero poderoso: los registros del IGME ya en 1876 mencionaban “laminitas de oro” en las rocas de los Regajos de Colmenarejo, lo que desencadenó la petición de más de cien concesiones mineras.
Los filones San José y La Candelaria, descritos también por el IGME, alimentaron la idea de un yacimiento prometedor. No eran vetas gigantes, sino fracturas estrechas y difíciles de extraer, pero la ilusión era grande. En 1895 se fundó la Compañía Francesa de Minas de Oro de La Nava de Jadraque, que construyó una planta de tratamiento junto al río Sorbe, aprovechando un viejo molino, y un ingenioso ferrocarril aéreo para transportar el mineral desde la montaña. Según la crónica local, “las pilastras eran de madera y actualmente no se conserva resto alguno del tendido”, una imagen poética de una ambición que el tiempo ha borrado casi por completo. (Valverde de Ocejón)
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Pero la realidad fue dura. La Estadística Minera de 1898 del IGME reporta solo unas 100 toneladas de mineral extraído con una ley de 10 gramos de oro por tonelada, un rendimiento modesto que no cubría los costes. El golpe definitivo fue la rotura del cable aéreo, que detuvo el transporte y disparó los costes operativos. En 1901, los trabajos quedaron paralizados por problemas financieros, según otro informe del IGME, y la empresa francesa se disolvió, dejando atrás un pueblo con las manos vacías y el corazón lleno de frustración.
Hoy, el paisaje ha vuelto a reclamar su silencio. Apenas quedan ruinas: el molino, algunas piedras dispersas, los cimientos de la planta de cianuración. Según la misma publicación local, “persisten las ruinas del molino de La Nava … algún resto del muro que correspondía a la fábrica de mineral”, pero “no queda resto alguno del cable y postes que transportaban el material desde la mina”. (Valverde de Ocejón) Los caminos se han cerrado por vegetación, y lo que fue es ahora apenas un murmullo en el bosque.
Sin embargo, no todo está perdido en la memoria. Documentos antiguos, como las acciones de la compañía minera, sobreviven en colecciones particulares. Muchos topónimos -La Paquita, La California, La Candelaria- siguen vivos en los relatos de los mayores. Y quienes pasean por esos montes en recogimiento pueden imaginar los hombres trabajando con sudor para extraer un brillo esquivo.
Ahora, ese brillo vuelve a llamar. Una empresa ha pedido nuevos permisos para investigar posibles yacimientos, lo que ha generado un choque entre quienes ven una oportunidad de desarrollo y quienes temen por el daño al entorno. Para unos, podría ser la llave para un renacer económico en una zona marcada por la despoblación; para otros, el oro no es valor, sino riesgo: riesgo ambiental, social, patrimonial.
Quizá el verdadero oro de La Nava no esté en la montaña, sino en su gente, en su historia. En la forma en que una comunidad pequeña, aislada y hermosa sigue hablando de vetas, de antiguos cables de madera y de molinos abandonados. En la manera en que recuerda los sueños que no se cumplieron y se atreve a volver a soñar, aunque sea con cautela. Porque en este pueblo del oro, el metal más valioso no es el que brilla, sino el que permanece: presente en la memoria, latente en las piedras, vivo en el debate. Y quizás, después de tanto tiempo, ese legado sea la verdadera riqueza.