En la capilla del Doncel

15/08/2020 - 15:16 José Serrano Belinchón

 El joven don Martín tiene su mausoleo pegado a la pared.

En el amplio marco de la cultura universal, que por ser universal abarca roda la tierra, la ciudad de Sigüenza figura con todos los honores y parabienes, con todos los méritos de una ciudad castellana que aportó no uno, sino varios granos de arena a la historia de la civilización. Las torres de la catedral recortan en el cielo de Sigüenza el blanco y el azul de la mañana. Son torres almenadas y balaustres los que se elevan sobre las formas románicas del triple portón y por encima del artístico herraje. Quien esto dice es un apasionado de la estatua mortuoria del joven santiaguista don Martín Vázquez de Arce, que allí guardan como un tesoro, porque realmente lo es; pero más todavía por la capilla familiar en su conjunto, que los Arce de Sousa tienen allí. Había entrado en esta capilla varias veces, como parte de esos grupos de turistas en los que apenas prevalece el sentido de admiración hacia las cosas, cuando no el cansancio o la indiferencia ante lo que ven los ojos. En la capilla hace frío. Uno piensa que todo el rigor que durante la noche acaparó la catedral se coló a la capilla a través de la verja. La piedra pulida que da forma a los cuerpos de los muertos sobre su sepulcro, es como un tempano de hielo alabastrino con forma humana. El joven don Martín tiene su mausoleo pegado a la pared. Sobre la estatua hay una pintura que representa una escena de la Pasión de Cristo. Como fondo, un epitafio en góticos caracteres donde se da cuenta del hecho de su muerte en la “Acequia Gorda” de Granada y de las circunstancias que la rodearon. La efigie Sostiene un libro abierto entre las manos. Se ha dicho que fue voluntad del propio don Martin, ya herido de muerte en el campo de batalla, el que se le recordase de esta manera, en perpetuo desagravio a su madre, que lo quiso hombre de letras y no de armas.    La estatua del Doncel es piedra espiritualizada. En pocas ocasiones, como en ésta, el espíritu se rinde ante la materia. Obra de ángeles pudiera ser y no de hombres; canto a la serenidad y al silencio; la vista se somete a la contemplación con sólo mirar la escena de supremo reposo, y el semblante marmóreo de joven Martín, absorto en la lectura del Libro de las Horas, un paso breve entre el andar terreno y la eternidad, que nos espera inminente.