García Marquina: retrato de un escritor local


Marquina fue un hombre al gusto renacentista pues cultivaba campos diversos del conocimiento como  la ciencia, la literatura, el arte o las humanidades. Un polímata, vamos.

Francisco García Marquina, un alcarreño de los mejores nacido en Madrid en 1937, se nos murió -los grandes como él no se mueren solo para los suyos, se nos mueren a todos- en el tiempo de Epifanía, diez días antes de que se cumpliera el vigésimo aniversario de la muerte de Camilo José Cela de quien fue amigo, compañero, colaborador y biógrafo, además de cómplice y confidente no pocas veces. Paco Marquina, como él mismo se presentaba y solía ser apelado, fue biólogo, periodista, narrador, ensayista y poeta, sobre todo poeta y de los destacados. En todo caso, fue un polifacético y solvente hombre de letras, un escritor total que nos ha legado -los escritores de su talla no escriben solo para quienes los leen, sino para todos- una amplia y notable producción literaria, tanto en prosa como en verso, que indudablemente le sitúan entre los autores alcarreños más relevantes y con mayor proyección nacional de las últimas décadas.

Marquina se vinculó y unió a la provincia de Guadalajara de forma voluntaria y entusiasta cuando en 1974 se trasladó a vivir, a trabajar y a escribir al molino de Caspueñas, donde gestionó durante un amplio período de tiempo una piscifactoría de truchas, aprovechando las límpidas aguas del río Ungría, ideales para la reproducción y crianza de estos salmónidos. Paco eligió este lugar para reubicarse en una nueva vida rural dejando atrás la urbana que vivió en Madrid durante 37 años, precisamente porque en él encontró la simbiosis perfecta para su profesión de biólogo, su afición naturalista y su vocación literaria. En el viejo molino de Caspueñas, que en la zona era conocido como “del tío Cruz” o “del tío Rana”, Marquina se avecindó para ejercer de “ingeniero de las truchas”, como él mismo dice que le llamaba la gente del entorno en una de sus obras de narrativa más alcarreñista y apegada a la tierra -y sobre todo, al agua, una debilidad del escritor- que es Nacimiento y mocedad del río Ungría, editada en 1975 por la entonces activa Institución de Cultura “Marqués de Santillana”, dependiente de la Diputación Provincial. El prólogo de esta obra, que es un delicioso relato de viaje con evidentes influencias celianas por los pueblos y molinos de esa zona de la Alcarria, fue precisamente escrito por Cela quien en él define a Marquina con estas palabras: “Francisco García Marquina es hombre que ama la soledad. Francisco García Marquina vive en el campo, compone versos y cría truchas saltimbanquis y setas misteriosas, hermosas y deleitosas. Francisco García Marquina monta a caballo y tiene sana la color y brillante y avisado el mirar”. El “ingeniero” truchero se apegó tanto al molino de Caspueñas y su recoleto entorno de vallecillo alcarreño que allí mismo promovió en 1979, con un grupo de amigos escritores y artistas con los que se reunía habitualmente, la creación de un hoy consolidado y prestigioso premio de poesía que lleva el nombre de “Río Ungría”, del que ha sido jurado hasta su última edición, fallada a finales de noviembre de 2021. Este premio, convocado y patrocinado por la Diputación, se otorga anualmente a un poema de forma libre, de extensión no superior a cien versos. En 1994, el propio Marquina impulsó la convocatoria de otro premio paralelo, al que bautizó como “Río Henares”, y que se otorga a sonetos. Como ya hemos dicho: la naturaleza -y de entre ésta, las plantas, los pájaros y los cursos fluviales- y la literatura fueron las dos grandes pasiones de Marquina que procuró matrimoniar siempre que pudo.

Desde que el escritor se avecindara, primero en Caspueñas y después en El Cañal, ya en el término municipal de la capital de la provincia, tejió una voluntaria, afectiva e indisoluble relación con Guadalajara hasta el punto de que le cubre su polvo en el cementerio arriacense desde el 10 de enero pasado, fecha en la que fue en él enterrado, tres días después de su deceso. A Paco le sobrevino la muerte de forma repentina porque su corazón, que ya había avisado un par de veces antes, decidió pararse cuando 2022 solo había consumido su primera semana. La Parca le pilló con las botas puestas que, en el caso de los escritores, es con la pluma cargada de tinta -una expresión que ya es un eufemismo pues ahora las plumas y las tintas son virtuales- y escribiendo hasta el último día, hecho que prueba su columna semanal en “La Tribuna de Guadalajara” que se publicó al día siguiente de su fallecimiento.

Marquina en el stand de Aache en la Feria del Libro de Guadalajara.

Marquina fue una persona vital -contenida, pero vital-, empática, amable, afable y muy educada, además de poseer una proverbial inteligencia y una vasta cultura. Era, sin duda, un hombre al gusto renacentista pues cultivaba campos diversos del conocimiento como la ciencia, la literatura y el arte o las humanidades. Un polímata, vamos. Pese a su vitalidad, la muerte siempre estuvo presente en su obra, especialmente en Poemas morales (1980) e Idola Specus (1986) y muy especialmente en Última galería, un poemario suyo que fue premio Ciudad de Toledo de Poesía “Rodrigo de Cota” en 1990. Este trabajo está enteramente vinculado al fin de la vida. Son poemas funerarios, que no fúnebres, la mayor parte de ellos dedicados a personas con nombres y apellidos, algunos contemporáneos y amigos suyos, como Antonio González Lamata, y otros personajes históricos, como don Diego Hurtado de Mendoza. De esta pequeña obra en formato y extensión, pero grande en poética, hace tiempo que tomé nota de unos versos que ahora reproduzco en la hora de la muerte de su autor:

Pero voy a escribir, con la esperanza

de agarrar a la muerte por sorpresa.

Y aunque la infame nunca dé la cara,

conspire a contraluz en las esquinas

y solo sea un vacío temeroso,

yo voy a darle un cuerpo de palabras. 

 

Paco era tan hombre de letras, en general, y tan poeta, en particular, que con él no hemos enterrado un cuerpo de carne y hueso en el “Castil de judíos” de la vieja Wad-al-Hayara, sino un cuerpo de palabras. En estos preciosos versos de Marquina, premonitorios de su propia muerte a la que agarró infartada por sorpresa, quiero ver al trasluz este madrigal del poeta hispano-hebreo Yehuda Halevi (Siglos XI-XII) que es una superlativa, aunque sombría, declaración de amor:

 

Oh amada, a través de tu carne 

palparé tus huesos

para reconocerte el día 

de la Resurrección.

      Pese a que Marquina no nació en Guadalajara, fue un alcarreño militante de adopción y vocación, dos de las tres formas de vinculación de una persona con un lugar, junto con la de nación, según palabras de Cela cuando él mismo se proclamó alcarreño. A este respecto cabe decir que si el Nobel de Literatura de 1989 vivió en Guadalajara durante una década -primero una temporada en el Hotel La Cañada, en Horche, después en un chalet de alquiler en El Clavín y, finalmente, en una casa de estilo inglés en El Espinar, en la zona del Cañal- en gran parte se debe a Marquina quien, junto con otros amigos escritores y artistas, especialmente Jesús Campoamor, ayudó a avecindarse aquí al escritor, emparejado ya con quien después fuera su segunda mujer, Marina Castaño. Quien, por cierto, no ha estado nada elegante ni ha sido en absoluto justa con muchos, entre ellos con el propio Marquina, en un artículo publicado en la sección de famoseo –“Vanitatis”- de “elconfidencial.com”, titulado “Carta abierta de Marina Castaño a Camilo José Cela en el aniversario de su muerte: 20 años no es nada”. En este artículo, que a partes iguales huele a vómito y vendetta y arremete contra medio mundo, Marina dice que “Marquina, que también acaba de morirse, sacó otras páginas repugnantes”. Supongo que se refiere a alguno de los dos últimos libros que Paco escribió en clave biográfica sobre el Nobel tras su muerte: Retrato de Camilo José Cela (2005) y su secuela revisada y ampliada “Cela: Retrato de un Nobel” (2016). Está errada -sin “h”- la señora Castaño. O sea, equivocada, y su juicio es de parte, interesado e intuyo que dolorido, ella sabrá mejor que nadie la causa, muy probablemente porque no le guste como sale retratada. La estampa de Cela que hizo Marquina es una obra extraordinaria, tanto en fondo como en forma, extensa, documentada, detallada y muy bien escrita, como era norma de la casa. Tiene las virtudes de no hablar de oídas y aportar un sinfín de hechos, datos, anécdotas e intrahistorias que ayudan al lector a conocer la verdadera personalidad de Cela, un personaje complejo y poliédrico, pero una persona más sencilla y sensible de lo que el propio escritor gallego quiso dejar traslucir. La obra de Marquina sobre Cela tiene, en fin, otra gran bondad: la de la ponderación y el equilibrio. Seguramente a Marina le hubiera gustado que fuera, más que una biografía a pinceladas literarias en forma de retrato, una hagiografía. Pero Cela no fue un santo, como tampoco un demonio, algo que queda perfectamente claro en el retrato que de él hace el escritor recién fallecido. 

¡Que la tierra alcarreña te sea leve, admirado y apreciado Paco!