Hita, Cifuentes y Salmerón: los misterios de la escritura


“En la  revista Besana, de la Casa  de Castilla-La Mancha en Madrid, he publicado un artículo con un mensaje educativo de validez universal.

En el número 33 de la revista Besana, publicación de la Casa de Castilla-La Mancha en Madrid, he publicado, a petición de nuestra presidenta, Dª Olga Alberca Pedroche, un artículo titulado “De Hita a Salmerón: los misterios de la escritura”. Este artículo no copia el citado, pero repite la tesis fundamental: “los misterios de la escritura”, porque es el mensaje educativo, de validez universal, que extraigo del contraste entre los dos escritores. La penúltima estrofa del Libro de buen amor (hacia 1340) del Arcipreste de Hita dice:  

Qualquier omen, que lo oya, si bien trovar sopiere,

puede más y añadir et emendar si quisiere,

ande de mano en mano a quienquier quel’ pidiere,

como pella a las dueñas tómelo quien podiere (LBA, estrofa 1603).

Por los mismos años escribía Don Juan Manuel, nacido en Escalona (Toledo) en 1282, pero alcarreño por algunas de sus correrías y propiedades, como La Hoya del Infantado (Salmerón, Alcocer, etc.). Él mandó construir el castillo de Cifuentes, que todavía se llama castillo de don Juan Manuel, y su libro más famoso, El conde Lucanor, lo termina y firma en Salmerón, el 12 de junio de la era 1373 (año 1335). Mientras Juan Ruiz deja su libro abierto con permiso para que lo alargue y corrija cualquiera que se sienta capaz (al corrector le exige: “si bien trovar supiere”), don Juan Manuel advierte que ha depositado un texto definitivo de sus obras en el convento de los dominicos de Peñafiel, y quien encuentre algún defecto en las copias difundidas debe confrontarlo con la versión que él deja como la única autorizada: “Don Johan ruega a los que leyeren…que si fallaren alguna palabra mal puesta, que no pongan la culpa en él fasta que vean el libro mismo que don Johan fizo, que es enmendado en muchos lugares de su letra…et estos libros están en el monesterio de los fraires predicadores que él fizo en Peñafiel” (Ed. J. M. Blecua, Madrid, Castalia, 1969, p. 48).

Normalmente se han contrastado los textos del arcipreste y del nieto de San Fernando, poniendo de relieve el generoso popularismo del primero frente al exclusivismo aristocrático del noble. Pero al margen de opiniones sobre popularismo y aristocracia, el valor intelectual del contraste consiste, a mi parecer, en que cada uno refleja un aspecto fundamental del fenómeno de escribir. En mi libro Para entender el Quijote (Madrid, Rialp, 2005) analicé el drama de escribir, como lo reflejan las primeras líneas del prólogo de Cervantes: “Quisiera que mi libro… fuera el más hermoso, el más gallardo…, pero no he podido yo contravenir el orden de naturaleza”. Cuando escribimos queremos decir lo más profundo y original, y acabamos diciendo lo que podemos, según nuestra capacidad y preparación. Otro contraste al escribir es nuestro afán de lograr un texto sistemático y bien ordenado, comprobando al final los muchos cabos sueltos que se nos escapan. Hacia 1980, en los años triunfales del posestructuralismo, escuché a uno de sus representantes que los textos no se acaban, sino que se interrumpen. Y desde un punto de vista llevaba razón. Pues bien, Juan Ruiz nos da la experiencia del texto abierto que nos llama a la corrección constante, mientras don Juan Manuel refleja la constante voluntad de ofrecer un texto bien acabado, no solamente interrumpido. De esta manera dos alcarreños del siglo XIV, el alcalaíno de Hita y el adoptivo de Cifuentes y Salmerón, nos siguen enseñando en el siglo XXI realidades fundamentales sobre el funcionamiento de nuestra mente. Es la señal distintiva de todos los clásicos.