La emperatriz de las cebollas y las chirivías
finales del siglo XVIII e inicios del XIX, bajo los auspicios de la Ilustración en España, hubo mujeres que comenzaron a destacar en ámbitos del conocimiento reservados a los hombres. La pintura y la literatura fueron algunos de esos espacios e, incluso, féminas de la alta sociedad promovieron tertulias culturales y políticas siguiendo el ejemplo de los salones literarios de las damas francesas.
Además, en una etapa histórica en el que con grandes dificultades la democracia liberal se iba abriendo paso, algunas pocas mujeres se atrevieron con la esfera de las ciencias. Una de ellas fue Luisa Gómez Carabaño, natural de Pastrana, más concretamente de su siempre querido barrio del Albaicín (resulta que en 1570, el príncipe de Éboli llevó hasta la villa ducal a más de un millar de moriscos para emplearles en la industria de la tapicería y la seda. Dado que la gran mayoría procedían de Granada, el lugar que ocuparon pasó a denominarse el Albaicín, una barriada bien trazada en la que introdujeron el ladrillo como material de construcción, al tiempo que mejoraron las huertas e incorporaron nuevos frutales).
Luisa entró desde muy jovencilla al servicio de uno de los hombres más cultos del momento, el clérigo Juan Antonio Melón, que fue uno de los amigos más próximos del gran literato Leandro Fernández de Moratín, también vinculado a Pastrana (véase el artículo publicado en Nueva Alcarria el 27 de agosto del pasado año, «El sí de las niñas»), donde residió durante largas temporadas hasta su abrupta salida en 1808, al igual que Melón, tras ser perseguidos por su condición de afrancesados.
Juan Melón adoptó a Luisa Gómez como sobrina, proporcionándole una buena vida y un acceso a una instrucción más que considerable, como veremos a continuación. Es posible que usted, como mucha gente de aquel entonces, piense que en realidad eran pareja, lo cual, quizá, no resulte descabellado. Sea como fuere, lo cierto es que se quisieron y cuidaron y Luisa desarrolló una actividad académica inusitada para las mujeres.
Tras los acontecimientos que se desencadenaron a partir del Motín de Aranjuez, se exiliaron a Francia un buen número de afrancesados y sus familias, como Moratín, Goya o Melón, aunque con el tiempo las condiciones para los exiliados mejoraron y muchos decidieron regresar.
Este fue el caso de Juan Melón y Luisa Gómez, a quien Moratín siempre recordaba con cariño, simpatía y humor cuando se refería a ella en la correspondencia que mantenía con Melón: «Cuánto me alegro de ver que se la ha logrado el deseo de restituirse a su calle Ancha. A su Albaicín de su alma y a la plaza de los Olmos. ¡Con qué alegría la abrazarán el tío Cañaveras, el tío Panchurrín, el tío Canicuca y los demás tíos y tías, y todas las chicas y chicos del lugar, que no tenían otro pío sino de vella golver, güena y regusta, y con algunos bienes para socorrer a la probeza, como es justo y debido!».
Luisa Gómez Carabaño fue una erudita de la botánica, discípula de Sandalio Arias y Costa, un sabio de la agronomía que consagró su vida a este menester y, algo esencial, a divulgarlo sin prejuicios sexistas, como así sucedió con Luisa o con su hija Concepción Arias y Arimón.
En 1822 (justo hace doscientos años), en el ecuador del Trienio Liberal, Luisa se presentó a un certamen promovido por la cátedra del Jardín Botánico de Madrid, donde leyó un tratado de floricultura cuyo texto original había sido publicado en Cremona en 1773. Nuestra protagonista no se limitó a una mera traducción del italiano, ampliando su contenido con sus propias investigaciones y generando una perspectiva más extensa y profunda, hasta el punto de que el jurado llegó a valorar que se encontraba entre las más importantes referencias científicas sobre la materia.
El premio que obtuvo Luisa Gómez Carabaño consistió en varios tratados de agricultura y una vistosa corona de flores que inspiró a Fernández de Moratín a conceder a su amiga el título de «emperatriz de las cebollas y las chirivías», a propósito de lo cual también le dedicó el siguiente soneto:
Esa guirnalda que enlazó a tu frente
Premio de docto afán la lida Flora,
De aplauso no mortal merecedora
Te anuncia a la futura hispana gente.
(…)
Los reyes ciñen sus coronas de oro.
No la que obtienes hoy ceda ninguna:
Préciala en mucho, y tus humildes flores
De tu patria feliz serán decoro.
La obra de Luisa fue publicada gracias a su inseparable Clara Torrijos, esposa del editor liberal Albán –que resultó seriamente damnificado por sus convicciones políticas−, que no dijo nada para darle una bonita sorpresa. En ella abordaba el cultivo de las cebollas o bulbos de flor, como los jacintos, tulipanes, anémonas y ranúnculos y sus variedades, amenizando sus explicaciones con interesantes notas sobre la historia de las plantas. Todo esto resulta muy meritorio, pues, como ya advertía Parada en pleno siglo XIX, «los estudios agronómicos, tan beneficiosos por todos conceptos, no son de los que más se adaptan a las facultades intelectuales de la mujer, ávida siempre de esquivar los inflexibles rigorismos científicos (…); pero no es esta regla tan absoluta que no admita sus excepciones”, y una de ellas fue nuestra inmerecidamente desconocida emperatriz.