La historia de la salvación


En España tenemos un libro cuya lectura es un venero de alegría en tiempos de tristeza: “De los nombres de Cristo (1583) de Fr. Luis de León.

La base del cristianismo es la resurrección de Jesús, que este año acabamos de celebrar el 4 de abril. ¡Resucitar después de muerto y vivir eternamente! Don Miguel de Unamuno estaba obseso con el tema de nuestra inmortalidad y lo llamaba la “cuesti ón humana” por excelencia. Al principio de su novela San Manuel Bueno, mártir (1933) pone como lema estas palabras de San Pablo: “Si solo en esta vida creemos en Cristo somos los más desgraciados de todos los hombres” (I Corintios, 15,19). Seríamos los más desgraciados sencillamente, porque la vida cristiana exige algunos sacrificios que no merecerían la pena si vamos a morir para siempre. Sin la revelación directa de Dios no podemos ser conscientes de la “historia de la salvación”. Este concepto fue popularizado a mediados del siglo XX por los grandes pensadores, como Karl Rahner, H. U. von Balthasar y “el joven Ratzinger”, como llamaba el profesor Schmaus en 1960 al futuro papa Benedicto XVI. La cristología escolástica se fundaba en la cuestión XVI de la Tercera parte de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la que se meditaba sobre la relación entre la naturaleza y la persona en Cristo, al admitir que en Él había dos naturalezas realmente distintas (la humana y la divina), pero una sola persona. Santo Tomás, y luego sus comentaristas, trataban de encontrar ese plus que conformaba a la persona por encima de la naturaleza y que era suplido en Jesucristo por la personalidad divina. Frente a esa cristología metafísica, los teólogos del siglo XX leían la Biblia como una historia de la relación de Dios con sus criaturas, y esa relación culminaba en la persona de Cristo, en quien Dios compartía con el mundo una misma vida y una misma historia. Los teólogos de la “historia de la salvación” toman en sentido literal y no metafórico la expresión de San Pablo: “Cristo es el primogénito de todas las criaturas, porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra” (Colosenses, 1,15-16). En España tenemos un libro cuya lectura es un venero de alegría en estos tiempos de tristeza: De los nombres de Cristo (1583) de Fr. Luis de León. El libro nació del vuelo libre del espíritu mientras su autor se encontraba espiritualmente encadenado en la cárcel de la Inquisición de Valladolid. Los tres textos más sublimes de la literatura española se engendraron en la cárcel: el de Fr. Luis, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz y el Quijote. Fr. Luis hace una lectura nueva y genial de los nombres aplicados a Cristo en el Antiguo Testamento. Mientras esos nombres se han tomado generalmente como expresiones alegóricas o “tipológicas”, alusivas a Jesús, Fr. Luis los lee en sentido literal, como formas de la presencia de Cristo en el mundo antes de su encarnación, es decir, su presencia en toda la historia de la humanidad desde la creación, como verdadero primogénito de toda criatura. El nombre es para Fr. Luis de León—gran pensador de Belmonte, Cuenca—la cosa nombrada hecha espíritu para que tal cosa pueda penetrar en otras, entre ellas nuestra mente, y como en nuestras lenguas los nombres son “signos arbitrarios”, Fr. Luis sostiene que el hebreo es la lengua de “signos naturales”, de forma que sus palabras encarnan las realidades que nombran. El primer nombre analizado en el libro es “Pimpollo”, denotación de la rama que nace del Padre, es decir, la segunda persona de la Santísima Trinidad. El segundo es “Fazes de Dios”, o sea, “Cara” o presencia de Dios en el mundo: encarnación. El tercero es “Camino”, o sea, mediador entre Dios y las personas humanas para nuestra salvación. Así va el sabio biblista descubriendo la cristología que en su opinión ya existe en el Antiguo Testamento. No quisiera que me cegase el patrioterismo, pero creo que si el libro de Fr. Luis se hubiera leído en serio, habríamos tenido en España desde el siglo XVI una cristología de la “historia de la salvación”.