Malditos Domingos


Los domingos por la tarde suelen ser regulares. Ese punto de la semana en el cual eres consciente que en pocas horas vuelves a la rutina y no eres capaz de desconectar porque te aborda este mismo pensamiento. Si además lo aderezas con tareas del hogar o con preparar el lunes, no es raro que el último estertor de la semana sea una mezcla entre hastío vital, poner lavadoras, decadencia supina y un último acto de amor sincero al sofá antes de arrancar un nuevo ciclo laboral. No es raro, en ese rato de pasión al diván, aplastado por el tiempo y el espacio, que mirando el móvil uno termine buscando en Amazon, Temu, Shein o cualquier empresa de distribución masiva, algún producto que no necesita, pero que te da un chute de dopamina inmediato. Nunca comprar ha sido tan sencillo. Tarjeta de crédito guardada, cupones para incentivar el consumo y ofertas flash (inmediatas) que hacen que esos pantalones de marca al 50% estén a un mero click de distancia. Añadir al carrito, pagar rápido. Llegan mañana o como mucho pasado. Conclusión de la transacción: no necesitaba unos pantalones, pero si necesitaba comprarme unos pantalones. La sensación de elegir un poco de luz en una tarde regulera y de tener cualquier cosa en cualquier momento. Si esto era el futuro, mal apaño.

Antes se llamaba “compras compulsivas” y ahora, parece ser que se llama “Doom Spending” (cuya traducción sería algo así como “gasto fatal” o “gasto condenatorio”). Y como casi toda la economía actual, tiene más explicación sociológica que matemática. Llegar a casa, con una mezcla de agotamiento, ansiedad, estrés, aburrimiento y cansancio y el subidón de adquirir algo que en el momento que se recibe, pues pasa anodinamente por nuestras vidas. La experiencia de compra por encima del bien en si mismo. No pasa nada, es simplemente que las webs, la publicidad y el algoritmo de sus redes sociales favoritas lo saben y se aprovechan de las nubes negras que cualquier persona normal tiene a lo largo de la semana. Incluso la euforia tiene descansos de vez en cuando. Pero si lo llevamos a lo que pasa en la calle, vemos que cada vez hay más gente gastando más dinero en gilipolleces que no necesita por esta misma razón. No somos capaces de aportar la entrada para un piso, pero tenemos la imperiosa exigencia de llenar ese vacío existencial. No hay plata para afrontar esos estudios necesarios para el siguiente salto profesional, pero si hay dinero para tomarlo en cervezas. La teoría de las terrazas llenas, o dicho de otra forma, en España cada vez se ahorra más pero hay una mayor sensación de ruptura generacional. Como no podemos alcanzar las metas, nos podemos permitir ciertas píldoras de hedonismo controlado. Cien golondrinas antes que un buey.

Al final, sin salir de la psicología económica podemos ver que esos pequeños actos de rebeldía monetaria, son un consumo donde aspiramos a ser una mejor versión de nosotros mismos. Hace unos meses me compré algo parecido a una versión low-cost de la Thermomix y ya me veía siendo un Ferrán Adriá de la vida organizando cenas y eventos. Al final, es un trasto más para coger polvo en casa. Pensando para mis adentros, podría ser peor y esta plaga interior de nuestro tiempo, es silenciada por mucha gente con alcohol,  carne, drogas, tabaco, onanismo o ser del Atleti. Creo que mi mayor acto de madurez reciente es no abrazarme a mis impulsos en los momentos de debilidad y que todo mi consumo sea reposado y consensuado con mis impulsos. Puestos a comprarme una camiseta raída fabricada por una señora de mediana edad china en la otra punta del mundo, he pensado que cada vez que tenga esta sensación, voy a adquirir algo de lo que no me arrepienta una vez llegue a casa. Es decir, voy a comprar un buen jamón con denominación de origen: No se pueden acumular varios, no se lleva la comisión Jeff Bezos, puedo reciclar el robot de cocinas, los amigos vendrían encantados y los domingos serían distintos. No conozco a nadie que se incrimine a si mismo por comer jamón. Benditos domingos de flagelación banal.