Ratzinger


A partir de 1962 sus escritos y su actuación en el Concilio Vaticano II le dieron un prestigio internacional tan elevado como merecido. Ratzinger es un creyente en la divinidad de Cristo.

El 20 de diciembre de 2020, el profesor Olegario González de Cardedal (1934), en mi opinión el pensador más original, documentado y constructivo de España en este momento, publicaba en ABC un artículo titulado “Radiografía de un papa emérito”, referido a Benedicto XVI, o sea, el gran teólogo Joseph Ratzinger. Siguiendo la metáfora fotográfica, yo titularía este artículo mío “Resonancia magnética de un pensador pontífice”, no porque pretenda decir algo más preciso y profundo que el profesor González, sino porque “resonancia” es un recuerdo-repetición de mi lejana juventud y ese recuerdo es atractivo: magnético. 

El primer libro que compré cuando llegué a Munich en noviembre de 1958, fue el Fausto de Goethe (todavía lo conservo) y en él ejercité mi aprendizaje del alemán “a lo bruto”, es decir, cuando tenía que buscar una palabra en el diccionario estudiaba el significado de todas las palabras en las dos páginas adyacentes. Cuento esta anécdota, porque con el nombre de Ratzinger salta a mi memoria el cuarto verso del Fausto: “Con vosotros me traéis las imágenes de días felices”. Cuando se estudian las encíclicas pontificias, por lo menos desde León XIII, uno reconoce que tanto él como sus sucesores fueron pensadores de la más alta categoría. Desde la lectura de sus últimos libros (Jesús de Nazaret, 3 vols.), a mi parecer Benedicto XVI no ha sido un papa pensador, sino un gran pensador que llegó al pontificado. 

“Ratzinger fue en la mitad de su vida, transcurrida en Alemania, profesor de universidad y en la segunda mitad, transcurrida en Roma, en el fondo siguió siendo también profesor” (Olegario González). Efectivamente, nacido el 16 de abril de 1927, había presentado su tesis doctoral en Munich en 1952, y la de “habilitación” (la tesis que le da al candidato la credencial para ser profesor universitario), en 1956. Su mentor en estos trabajos fue el profesor Gottlieb Söhngen, catedrático de teología fundamental, jubilado en 1958 y sustituido ese mismo año por el profesor Heinrich Fries. Por cierto, bajo la dirección de Söhngen escribía su tesis doctoral sobre las disputas teológicas a principios del siglo XIV (la época de El nombre de la rosa) Jesús Aguirre, el futuro duque de Alba, pero nunca la terminó. Aprobada la habilitación el Dr. Ratzinger fue inmediatamente nombrado profesor en la facultad teológica de Freising, que era en realidad el seminario mayor de la diócesis de Munich. De Freising pasó a la Universidad de Bonn, y terminó su carrera docente en la Universidad de Regensburg (Ratisbona), fundada en 1962. A partir de ese año sus escritos y su actuación en el Concilio Vaticano II le dieron un prestigio internacional tan elevado como merecido. 

Corre la leyenda de que fue “liberal” de joven en el concilio, y luego “inquisidor” cuando San Juan Pablo II le nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1982). Creo que esos rumores son bulos por falta de información. Se suele citar como prueba de su “conservadurismo” la condena de la “teología de la liberación”. Pero Ratzinger era un creyente en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Los teólogos de la liberación corrían el peligro de convertir el mensaje del Evangelio en una alegoría de activismo social para la liberación de los oprimidos. El gran teólogo no podía olvidar la misión de ayuda a los pobres encarnada en la Iglesia, pero esa misión se sustenta para el creyente en la dogmática de la Biblia y la tradición. 

El cristianismo se puede tomar o dejar, pero es, por de pronto, creencia en la resurrección de Jesucristo-Dios, creencia en que ese ser querido que está en el tanatorio o en un depósito desconocido, vive en Dios. Y la comunión es el banquete que comparten los creyentes con su comunidad (comunidad se decía en griego eclesía; de ahí el nombre de iglesia); pero antes que banquete fraternal es presencia de Dios en este mundo en la forma de pan y vino. La fe es siempre liberación, pero, antes que nada, fe.